Hace unos días, un amigo mío me comentaba que le llamaba la atención como hoy los jóvenes no bailan o casi no bailan en sus reuniones -o “reu” como las denominan hoy- y que más se dedicaban a tomar licor como locos, fumar cigarrillos a pasto o los hoy tan de moda “vapes” o cigarrillos electrónicos, y a conversar. Estuve totalmente de acuerdo con mi amigo. Yo también lo había notado. “En nuestra época -le contesté- esas serían reuniones de viejos los cuales solo conversaban, tomaban whisky y fumaban. ¡Qué aburrido! Acuérdate, le decía, que, en cualquier reunión nuestra, bailábamos sin parar, se armaba el tono y listo. No concebíamos una reunión de chicos y chicas, en donde no se bailara. Además, no había un fin de semana en que no estuviéramos invitados a una fiesta, y ojo que nos invitaban a muy buenas fiestas”, le respondí.
Efectivamente, a mis 17, 18 años y más allá, mi amigo y yo éramos muy amigueros y las chicas nos invitaban a cuanta fiesta se celebraba. Además de ser muy sociables, una de las razones por las que siempre nos invitaban era porque no parábamos de bailar. Eran finales de los setenta y principios de los ochenta. La música disco estaba en todo su furor: Donna Summer, Gloria Gaynor, los Bee Gees, Abba, Tina Charles, Tierra Viento y Fuego, Air Supply, Queen, etc. Debo reconocer que la música en inglés, norteamericana especialmente, era la que más se oía y bailaba. En una fiesta la única música en español que se bailaba era una que otra salsa y los popurrís compuestos debido al “toque de queda” impuesto por la dictadura militar y luego en los años de terrorismo. Ruly Rendo, entre otros autores, compusieron popurrís de música de todo tipo como el famoso “De toque a toque”, “Toqueteado”, el “Disco Zamba” o “La parranda de Panamá”, por solo mencionar algunos. Con ello el éxito de la fiesta estaba garantizado.
Y digo literalmente “fiesta” porque verdaderamente eran fiestas. Para empezar, la invitación era con tarjeta con tu nombre elegantemente escrito con fina caligrafía en la invitación, así como en el sobre que la contenía. El que no estaba invitado a una fiesta, recurría al viejo truco de agregar en la invitación dos palabras: “…y hermanos”, con lo cual asistía el invitado acompañado de toda una diversidad de “hermanos” de diferentes contextura, raza y color. ¡Todos éramos hermanos! Algunos nos disfrazábamos de “asistentes técnicos” del hoy denominado “disc jockey” que ponía la música, mandil blanco y maletín con herramientas incluido, para ingresar a la fiesta. Inclusive no faltó alguna vez que se recurriera a alguna imprenta en Surquillo que copiara e imprimiera invitaciones similares como cancha. Luego el arte de la falsificación de la letra se imponía para escribir el nombre del nuevo “invitado”. En el caso de mi amigo y yo, siempre éramos invitados como Dios manda, sin recurrir a los artilugios mencionados. No faltaban algunos chabacanos sin clase, que ingresaban al recinto de la fiesta saltando muro o trepando por las paredes. Eran expertos conocidos y parte del folclore fiestero de la época.
Cabe mencionar que a una fiesta que se precie, se asistía elegante, con terno completo y corbata, incluyendo chaleco en algunos casos. Como era la época disco, el pantalón del terno solía ser acampanado y los zapatos -o botines negros elegantes- tenían un ligero taco, era la moda impuesta por John Travolta en su película “Fiebre de sábado por la noche”. Una vez que se ingresaba a la fiesta, comenzaba la etapa de “estudio” del ambiente y de la gente, especialmente de las chicas. En una fiesta por lo general tenías un tabladillo, toldo, varias mesas con comida y dulces, buenos parlantes para la música -si era alquilada con algún conocido disc jockey, aunque no faltaba algún super tono con orquesta como la de Carlo Brescia, los Hermanos Silva, Domingo Rulo o Black Sugar. Eso ya era lo máximo. En esta etapa se estudiaba a las chicas, si había alguna conocida que te presentara a las demás, mejor, y de no haberlo solo te quedaba recurrir a tu ojo e intuición, escoger a la que más te gustara para invitarla a bailar. Ojo, los hombres sacábamos a bailar a las chicas, no al revés. No hubiera sido bien visto, aunque no faltaba alguna que otra mandada con personalidad que te sacaba a bailar. Si hacía eso, definitivamente le gustabas. Otra cosa es que a ti te gustara.
Por lo general los hombres como en el box, se juntaban en una esquina de la pista de baile y las mujeres en la esquina opuesta, estudiándose mutuamente de manera meticulosa. Como para envalentonar a la gente y calentar el ambiente, los mozos o camareros comenzaban a ofrecer sendos vasitos de vidrio con pisco sour -por lo general tomado por los hombres- y vasitos con tragos de “fresita” o de algarrobina, por lo general consumido por las chicas. No existía y ni de lejos se ofrecía lo que hoy vemos en abundancia -servidos y autoservidos con total libertad en las reus y matrimonios de hoy- como tragos con ron, gin, vodka y menos shots de tequila o jager. Estos últimos ni existían. Por si acaso, el whisky solo era consumido por los señores padres y sus amigos, esto es, por los viejos.
Luego de consumir estos traguitos -aunque no faltaba uno que otro invitado que ya llevaba a la fiesta el trago en el estómago como guinda, ron puro o algún “preparado”, ¿brebaje?, de alguna licorería del barrio-, algún valiente sacaba a bailar a una chica y los demás lo seguían. La música hacía lo demás. Se bailaba sin parar música disco, rock & roll y salsa. Era lo que se bailaba, pero se bailaba. Luego también se comía: platos preparados, sanguchitos y dulces finos… y se continuaba bailando. Los más avezados hasta prendían un cigarrillo que otro y fumaban. La gente se divertía, chicos y chicas se iban conociendo, se obtenían números telefónicos como trofeos de guerra, de la chica que te gustaba. Algunos llevaban en el saco hasta libreta y lapicero para ello.
En fin, con mi amigo recordábamos esos “tonasos" que no se pueden comparar a los de hoy: los jóvenes bailaban y no paraban de bailar. También comían devorando todo a su paso y volvían a bailar. Hoy casi no hay fiestas -salvo algún matrimonio con recepción incluida- los quinceañeros casi han desaparecido -se prefiere un viaje y hasta una cirugía plástica, conozco casos- o, en todo caso, asistir a una cara discoteca que, por muy buena que sea, no se puede comparar a una buena fiesta. Acaso será verdad eso que dicen que, ¿cualquier tiempo pasado fue mejor? ¿Mis padres quizá dirían lo mismo de sus fiestas? ¡Quién sabe! Sea como sea y como bien concluía con cierta nostalgia mi buen amigo, definitivamente… “¡me quedo con mis fiestas!”