Soy médico. Y sí, mi letra es mala, ilegible para algunos, indescifrable para otros. Pero no es por desidia o falta de educación, sino por pura supervivencia. En un sistema como el nuestro, donde la salud pública es un campo minado de trámites y formularios, escribir rápido no es una opción, es una necesidad. Cada día me encuentro lidiando con pilas de papeles que nadie lee y reportes diseñados no para ayudar, sino para justificar la existencia de una burocracia que, como un tumor maligno, se ha adueñado del sistema.
La primera vez que lo noté fue durante mi internado. Mientras soñaba con salvar vidas y marcar una diferencia, la realidad me golpeó con un formulario en la cara. Pasaba más tiempo escribiendo que atendiendo pacientes. Y no es un problema de organización personal; es la estructura misma. Como diría Max Weber, la burocracia es esa jaula de hierro que limita cualquier intento de acción efectiva. En nuestro caso, esa jaula está oxidada, pesada y llena de reglas absurdas que nos impiden hacer lo que realmente importa: cuidar vidas.
La mala letra no es el problema. Es el síntoma visible de un sistema que prioriza los trámites sobre las personas. La verdadera tragedia es que este laberinto burocrático consume la energía y el tiempo que deberíamos dedicar al paciente. Mientras tanto, los políticos—esos arquitectos del desastre—se llenan la boca hablando de reformas y "modernización" desde sus oficinas con aire acondicionado, lejos de las filas interminables en emergencias y las consultas abarrotadas.
No es que la salud pública esté mal gestionada; es que está diseñada para fallar. Richard Posner, en sus análisis sobre eficiencia y derecho, argumenta que cualquier sistema que castigue la productividad y premie la redundancia está destinado al colapso. Y eso es exactamente lo que vemos aquí. Los médicos no somos recompensados por mejorar la calidad del diagnóstico o la atención, sino por nuestra capacidad de llenar papeles en tiempo récord y sin errores administrativos.
La pregunta es inevitable: ¿es realmente esta la mejor manera de administrar la salud? Los defensores del sistema actual insisten en que el Estado debe garantizar el acceso universal, evitar abusos y asegurar la equidad. Bonitas palabras, pero la realidad es otra. En el Perú, la salud pública es una máquina que desperdicia recursos, desatiende a los más vulnerables y frustra a los médicos que aún quieren hacer la diferencia. ¿Qué tipo de equidad es esta, donde los más pobres tienen acceso a filas eternas y atención mediocre?
Quizás sea hora de replantearnos todo. No hablo de eliminar la salud pública de un plumazo, sino de abrir el sistema a la competencia, a la innovación, a modelos que realmente funcionen. En países como Suiza y Singapur, la mezcla de administración estatal y privada ha demostrado ser efectiva, con mejores resultados y mayor satisfacción tanto para pacientes como para médicos. ¿Por qué seguimos atados a un modelo que solo genera frustración?
Sé que esto suena a herejía en un país donde la intervención estatal es vista como el salvavidas universal. Pero después de años en el sistema, me pregunto: ¿cuánto más podemos soportar? ¿Cuántos pacientes más deben sufrir las consecuencias de un sistema que parece diseñado para empeorar su situación? ¿Cuántos médicos más deben quemarse, abandonar la práctica o emigrar buscando condiciones donde puedan ejercer su vocación sin la carga de una burocracia absurda?
Tal vez es hora de admitir que la administración pública de la salud ha fracasado. No porque sus principios sean malos, sino porque su ejecución es desastrosa. Como diría Friedrich Hayek, un sistema centralizado no puede responder a las necesidades locales y específicas. Lo hemos intentado por décadas, y los resultados están a la vista. Filas interminables, hospitales colapsados y una clase política que, cuando se enferma, prefiere atenderse en Miami o en clínicas privadas exclusivas.
Si queremos un sistema de salud que realmente funcione, debemos tener el valor de cuestionar todo. Quizás el final de la administración pública como la conocemos no sea una tragedia, sino una oportunidad. La oportunidad de construir un sistema más humano, más eficiente, más enfocado en el paciente que en el formulario. Porque si algo está claro, es que este modelo ha llegado a su límite. Y tal vez, también a su final.