Hacen lo posible para que lo olvidemos, pero nunca lo debemos dejar pasar: las constituciones se inventaron originalmente para ponerle límites a los gobernantes, no para obligarnos a hacer cosas o para ceder a nuestros derechos. Y para tenerlo más claro hay que remontarnos a la primera de todas, a la llamada Carta Magna, de la cual bien podrían quedar solo tres copias en todo el mundo.
El problema surgió cuando el rey Juan I comenzó a reinar en 1199 en Inglaterra. Un gobernante maquiavélico que tomó la corona porque dos hermanos fallecieron y porque el hijo de uno de ellos, que tenía un derecho más sólido a la corona, era percibido como cercano al rey de Francia. Juan estaba dispuesto a todo para obtener más poder y tuvo que tratar con tres constantes amenazas a su posición: el rey de Francia, el Papa y los barones ingleses. Como el gobernante mediocre que era, pretendía ser muy agresivo, pero tendía a terminar cediendo. La firma de la Carta Magna es el perfecto ejemplo.
El gobierno tenía un sistema administrativo razonable, pero las decisiones arbitrarias e impredecibles de Juan habían llevado a estos nobles al descontento. Después de todo, este rey había perdido buena parte de las tierras que Inglaterra había mantenido por años en Francia a pesar de que éste había incrementado impuestos para financiar esa guerra que eventualmente perdió. Él había apostado a que una victoria en Francia habría reducido la impopularidad que ostentaba entre los barones. No obstante, después de la derrota se dio con que estos nobles ya estaban organizando una resistencia a su mando.
Para cuando los barones rebeldes cortaron lazos feudales con Juan y marcharon hacia Londres, ya no había mucho más que hacer. Juan ofreció que el Papa Inocencio III sea el árbitro que resuelva este conflicto, pero los rebeldes no aceptaron. A quien sí aceptaron para que dirija las conversaciones de paz fue a Stephen Langton, arzobispo de Canterbury.
Había estudiado en la Universidad de París, en donde también enseñó hasta 1206, cuando el Papa lo llamó a Roma y le comenzó a dar responsabilidades. Juan no lo había querido de arzobispo de Canterbury, pero había sido decisión del Papa, que lo nombró en 1207. No obstante, Juan se siguió resistiendo a esta designación hasta 1213, cuando cedió ante la presión. Ese mismo año Langton fue invitado a interceder entre Juan y los barones rebeldes. Su liderazgo energético y la superioridad militar de los barones forzaron al rey a firmar lo que hoy conocemos como la Carta Magna en 1215.
Hoy sabemos que Juan la firmó con la plena intención de no cumplir su parte. Pero no importa. Gracias a la intervención de Langton se pudo revivir un documento que ya se había utilizado antes para poner en su lugar a otro gobernante, pero esta vez con más artículos y más formalidad. De hecho, un repaso del texto de la Carta Magna mostrará que no tiene una estructura muy sólida y que no está jerárquicamente organizada. Pero tampoco importa. Aquí lo importante es la idea de que exista un documento que define los límites de las autoridades.
¿Cómo es que la sociedad de hoy ha olvidado esta historia de origen? ¿Cómo es que hemos dejado convencernos de que la Constitución y las leyes de un país son para imponernos deberes y para reconocernos unos cuantos derechos? Sí, eso está bien, supongo. Pero por encima de eso, la idea era restringir a los que tienen poder para que no abusen de él. Si algo deberíamos de haber aprendido de los últimos cuatro mil años es que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. ¿Qué esperábamos de un país en el que el gobierno te puede obligar a reponer a un trabajador que despediste por inepto o que un presidente puede cerrar el Congreso porque interpretó las reglas como le convino?