La opinión pública, esencial en las democracias, juega un papel determinante en las decisiones colectivas. En la actualidad, los medios de comunicación, tanto tradicionales como digitales, y los actores de opinión, como políticos y expertos, moldean cómo percibimos la realidad. Sin embargo, el poder de los medios no se limita a informar, también puede distorsionar la verdad, ya sea por intereses económicos o políticos, lo que pone en riesgo la calidad del debate público y destruye la confianza en las instituciones democráticas.
Walter Lippmann destaca que la opinión pública es un producto mediado por los medios, quienes crean "imágenes mentales" que influyen en nuestra percepción de la realidad. Así, los medios no solo informan, sino que también transforman las percepciones colectivas.
Habermas, por su parte, sostiene que la esfera pública debe ser un espacio de debate racional y crítico, lo que implica que los medios tienen una responsabilidad ética para evitar la propaganda y la desinformación.
Los medios de comunicación incluyen tanto agentes tradicionales como digitales que filtran y presentan información. Los actores de opinión abarcan políticos, expertos, lobbies, élites políticas y económicas, y ciudadanos. Según Lippmann, la opinión pública no es solo el reflejo de las ideas individuales, sino que es formada y manipulada por estos actores en un proceso complejo.
A través de los medios y otros actores, priorizamos información según nuestras perspectivas y necesidades, y las opiniones emitidas suelen carecer de verificación rigurosa. Habitualmente, la información es seleccionada e interpretada según la conveniencia de quien la recibe o emite, alineándose con ideas preconcebidas. Por ello las fuentes consideradas “formales y fiables” son, en realidad, aquellas que confirman nuestras propias perspectivas, lo que refuerza sesgos y normaliza narrativas que pueden ser parciales o engañosas.
La falta de un mecanismo efectivo para verificar la información se debe a la tensión frente al derecho a la libertad de expresión, fundamental en una democracia. Esto resalta la importancia de la valoración ética y moral de los actores de opinión en la esfera pública.
El problema de la fidelidad de los medios de comunicación y los actores de opinión radica en la falsa investidura ética e imparcialidad que adaptan los emisores de información, lo que degenera la credibilidad de lo que se presenta como información objetiva.
Evidentemente, el camino de suponer que todos “deben” actuar con ética y moral, no es el correcto. Pero si exploramos podemos entender cómo los manipuladores de la opinión pública actúan como emprendedores, tomando decisiones en función de sus intereses y la información disponible.
Lo que resulta inquietante para muchos es la diferencia en la transparencia de sus intenciones. Mientras que el empresario económico reconoce abiertamente su búsqueda de rentabilidad, los otros suelen enmascarar sus objetivos reales bajo discursos de ética o responsabilidad social.
En conclusión, la responsabilidad en la formación de la opinión pública recae no solo en los emisores de información, sino también en los receptores. Es esencial que cada individuo desarrolle habilidades para evaluar la veracidad de la información, mediante el análisis crítico de las fuentes, la contrastación de datos y la identificación de patrones en las acciones de los emisores. Aunque la mayoría no se dedica a verificar la información, es fundamental recuperar la confianza en el debate público y en la búsqueda de la verdad, sin importar cuán incómoda sea. Reflexionar sobre cómo las expectativas de consumidores y votantes influyen en los medios y actores de opinión y viceversa, es vital para lograr una esfera pública más responsable.