OpiniónDomingo, 12 de enero de 2025
Luis Giampietri Rojas: Almirante y Héroe Nacional, por Juan Carlos Llosa Pazos*

En la víspera del nuevo año que ha poco hemos iniciado, el vicealmirante Luis Giampietri Rojas hubiese cumplido 84 años de edad (31 dic 1940 - 4 oct 2023). Había nacido el marino chalaco en los días de la Blitzkrieg alemana que incendiaba media Europa occidental debido a las ambiciones alucinadas de uno de los más crueles y monstruosos asesinos en masa de la historia, Adolf Hitler.

Vienen a mi memoria muchos recuerdos del Almirante Giampietri, siendo los más lejanos aquellos de mi época de cadete en la Escuela Naval del Perú (ESNA) cuando fue mi director durante dos años y medio. Luis Giampietri Rojas, además de afanado patriota y ciudadano íntegro, fue un hombre de carácter y un fiero guerrero en defensa del Perú. En el trato cotidiano siempre fue afable, simpático y de noble corazón.

Cuando cadete, alguna vez pude comprobar personalmente y en toda su magnitud, el temperamento al que me refiero líneas arriba. Entre otros muchos recuerdos que guardo del Almirante destaca uno que tuvo lugar poco más de una década después. En efecto, siendo vicepresidente de la República en funciones, asistió a la ceremonia central por el día de la Marina vistiendo su uniforme naval. Por ese gesto, al que tenía todo derecho, recibió mezquinas y ridículas críticas que siempre hallan terreno fértil en el azaroso valle del Rímac. Aquella mañana del 2006, cuan orgulloso me sentí al ver a mi antiguo director luciendo su uniforme, con réplica de la espada de Grau en mano y bien ganadas condecoraciones en el pecho.

En la Marina fue siempre conocido por ser institucionalista y fiel a los valores transmitidos a través de generaciones de marinos. Participó directa o indirectamente en importantes sucesos de la vida nacional desde la década de los 70 hasta poco antes de su fallecimiento.

Como capitán de fragata, junto a tres compañeros de la promoción 1960 de la ESNA –cuyas identidades no estoy autorizado a revelar ya que dos viven- fueron protagonistas del levantamiento de la Escuadra, el 25 de junio de 1975. Esta patriótica insurrección buscaba la salida del entonces ministro y comandante general de la Marina, vicealmirante Guillermo Faura Gaige, velasquista incondicional que fue parte de un régimen que había cedido importantes cuotas de poder al comunismo en el Perú como nunca lo había tenido, y que había amnistiado a guerrilleros trotskistas y castristas como Hugo Blanco y Héctor Béjar, ambos encarcelados durante el primer gobierno de Fernando Belaunde por criminales. No pocos altos oficiales de las FFAA de la época lo apoyaron ya por convicción, ya por ambición, ya por idiotez. Aquellos comunistas a los que el régimen velasquista cobijo, financió y protegió, décadas más tarde se convertirían en los encarnizados perseguidoresde sus subalternos de entonces -comandantes, mayores o capitanes- a quienes les tocó enfrentar al terrorismo comunista. La caída de Faura por el movimiento de la escuadra rebelde que comandó el entonces contralmirante José Carvajal Pareja -ya en democracia vicealmirante y ministro de Marina- nieto de uno de los más valientes héroes navales de la contienda de 1879-, junto al entonces capitán de navío Víctor Nicolini Del Castillo, comandante del crucero Almirante Grau -en 1986 comandante general de Marina- y muchos otros, dio la estocada de muerte a un régimen que estaba conduciendo al país a las fauces del castrismo. Obligado a renunciar, Faura pronto le cedería la posta a su jefe, el General Velasco, que ya sin poder y desprestigiado, por haber sumido al país en una crisis económica galopante. Esta crisis a mi entender, entre otros factores se debió por la aplicación de un Frankenstein, una suerte de combinación de nasserismo, de socialismo autogestionario yugoslavo y del programa social de la Democracia Cristiana de Héctor Cornejo Chávez. Tras un movimiento institucionalista al interior de las FFAA, el presidente no tuvo más remedio que aceptar que tenía que irse, y así fue. Un desastre, en resumen. El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, antiguo proverbio medieval que resume muy bienla naturaleza del velasquismo. Puede afirmarse que el entonces comandante Giampietri fue un importante actor que contribuyó a la caída del régimen filo comunista, pese a que el líder depuesto distaba de serlo.

Como capitán de navío, Comandante de la Fuerza de Operaciones Espaciales (FOES), fue uno de los principales protagonistas de la primera operación exitosa de rescate de rehenes durante los años del terrorismo ocurrida en la isla de El Frontón el 18 y 19 de junio de 1986, importante efeméride naval donde se inmolaron tres héroes navales contemporáneos y otros tantos resultaron heridos, verdadero combate como Giampietri lo recalcó tantas veces; como contralmirante, fue director de la Escuela Naval y mentor de la generación que hoy ocupa la mayoría de los cargos más altos de la Marina de Guerra del Perú; como vicealmirante, fue Jefe de Estado Mayor General, y ya en el retiro, rehén en la residencia del Embajador del Japón en 1996, en cuyo rescate cumplió un memorable papel al brindar información crítica desde su cautiverio, facilitando el ingreso de los comandos al inmueble secuestrado durante la tan admirable operación Chavín de Huántar que reestableció el estado de derecho en ese lugar. Ahí se daría un justo combate donde cayeron heroicamente el coronel Valer y el capitán Jiménez cobrándose también la vida del magistrado Guisti, y que liquidó a los abyectos terroristas emerretistas y secuestradores, por quienes no pocos derechohumanistas sesgados y cínicos abogaron eufóricamente. No hay que olvidar.

Fue crítico certero e implacable de la neomarxistoide Comisión de la Verdad y Reconciliación, cuyo presidente Salomón Lerner escribiera en el prólogo de su informe final, al mejor estilo de Antonino Gramsci y su filosofía marxista deconstructora de las instituciones del estado y de la sociedad burguesas: “Las dos décadas finales del siglo XX son —es forzoso decirlo sin rodeos— una marca de horror y de deshonra para el Estado y la sociedad peruanos (…) Durante años, las fuerzas del orden olvidaron que ese orden tiene como fin supremo a la persona y adoptaron una estrategia de atropello masivo de los derechos de los peruanos, incluyendo el derecho a la vida. Ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, torturas, masacres, violencia sexual contra las mujeres y otros delitos igualmente condenables conforman, por su carácter recurrente y por su amplia difusión, de violaciones de los derechos humanos que el Estado peruano y sus agentes deben reconocer para subsanar”. DESHONRA, es decir, los peruanos fuimos responsables del horror del terrorismo. ESTRATEGIA DE ATROPELLO MASIVO, es decir patrón, es decir modelo, es decir recurrencia, en fin, palabras más palabras menos, lo que Lerner dejó escrito fue atribuir una norma de conducta censurable como característica del accionar de los integrantes de las fuerzas armadas destacados en las zonas de emergencia durante los años del enfrentamiento contra las organizaciones terroristas. Aunque parezca mentira, tamaña afrenta contra los peruanos y la memoria de quienes ya no están, y de sus FFAA en particular, no ha recibido aún, más de veinte años después, ni el repudio ni el desprecio suficiente que merecen su autor y sus gonfaloneros. No hay que olvidar.

A pesar de su lucha honesta y permanente en este terreno, el Almirante Giampietri no pudo evitar que el gobierno del que fue parte les brindase a los enemigos de las FFAA peruanas y al país, un presente griego llamado LUM, que fue pensado para convertirse en elemento clave de la estrategia de demolición o minimización del rol que tuvieron aquellas en la victoria sobre el terror. A esta cuasi religión que ya tenía en su repudiado informe final sus sagradas escrituras, cualquier crítica a su sacrosanto texto era respondida con el mismo fanatismo de los perversos inquisidores del medioevo en nombre de la fe, siempre esgrimiendo un fingido fundamentalismo democrático, ¡Fariseos!

Es así como, gracias a sabe Dios qué pacto infame bajo la mesa, se les permitió erguir el templo que les faltaba para bramar sus plegarias profanas contra el Perú y contra la verdad que tanto decían defender, aquellos mercaderes del dolor del Perú sufrido en todas las víctimas del terror que causaron exclusivamente, los encapuchados y cobardes maoístas degolladores de niños y los psicópatas asesinos y secuestradores guevaristas. Ni olvido, ni perdón.

En los tiempos más afiebrados y de mayor poder de lo políticamente correcto, la valiente y leal preocupación del Almirante Giampietri por la suerte de generales como Roberto Clemente Noel Moral o Julio Salazar Monroe entre muchos otros; acusados o encarcelados injustamente, sin pruebas, en soterrado castigo por su lucha contra la peor lacra que ha azotado a la sociedad peruana; se hizo escuchar con tenacidad. Como parlamentario presentó muchas iniciativas para acabar con la persecución político/judicial contra quienes nos defendieron de la perfidia comunista dinamitera. Prácticamente en solitario en ese periodo, Giampietri batalló sin efectivo y sincero respaldo político, así lo sentíamos y comentábamos muchos en filas, impotentes, al estar impedidos por mandato de la Constitución de expresarnos libremente en su apoyo. Todo ello ante la indolencia, cuando no concupiscencia de buena parte de propietarios o altos ejecutivos de importantes cooperaciones limeñas, posturas nacidas del esnobismo y de la pobreza de espíritu de quienes están acostumbrados a quedar bien con tirios y troyanos, por encima de los intereses supremos del país. ¡Cuántos fueron incapaces de tender una mano a quien luchaba feroces batallas casi sin auxilio como un von Paulus en su propio Stalingrado! ¡Con ironía le decían “muy bien Lucho”!, para después acudir prestos a la siguiente recepción en las embajadas patrocinadoras de uno de nuestros adversarios más poderosos, las ONG de DDHH ideologizadas, para brindar muy acometidos, con sus capataces, operadores y tontos útiles.

Luis Giampietri Rojas, marino de guerra valiente y hombre de derechas, ostentó el envidiable blasón de ser odiado por las izquierdas ortodoxa, heterodoxa y liberal del país y de la región, desprecio que no hizo más que nutrir su influencia y su prestigio.

Tras su tan sensible fallecimiento, no pocos buscaron sacar provecho a la situación mostrándose más compungidos que sus propios deudos, incluso algunos reclamando a la Armada del Perú, su otra familia, cuando sus exequias, pretendiendo incluir figuras no contempladas en las ordenanzas fúnebres del ceremonial naval, cosa que, conociéndolo de cerca a lo largo de mi carrera naval de cuatro décadas, jamás hubiese aceptado por ser siempre fiel cumplidor de los reglamentos institucionales.

Por su legado, por esa vida centelleante de luchas y de lucros cesantes como solía repetir, no tengo dudas que el Almirante Giampiteri antes de entregar su alma al Señor era ya un héroe nacional. Esto último pese a que algunos, cuando hubo de requerirse opinión oficial al respecto, se llenaron de tecnicismos legales –en el fondo ocultando su mezquindad- para no pronunciarse a favor de tal reconocimiento, soplando la pluma –práctica tan común en nuestro medio- como diría mi padre, su amigo y compañero de la ESNA en 1956. No obstante, vale señalar que los héroes surgen más que de normas o decretos, del clamor de los pueblos, de la gratitud consuetudinaria de las naciones, de la diáfana legitimidad de sus actos. Cáceres, el mayor de los héroes peruanos en vida, jamás necesitó ni de una bala mortal del enemigo, ni de una ley, ni ya fallecido de un nicho en la Cripta de los Héroes para que el sentir nacional así lo considere, y en qué magnitud lo es.

Poco tiempo antes de su lamentable desaparición estuve presente en un evento social en el que estaba invitado el Almirante Giampietri. Recuerdo cómo, al verlo aparecer en silla de ruedas, todos los presentes volteamos hacia él para brindarle sonoros y efusivos aplausos en señal de gratitud a tan insigne personalidad que hizo tanto por el Perú. Aquella escena trajo a mi memoria la conocida práctica de los ciudadanos norteamericanos de ponerse de pie y aplaudir a sus militares al percatarse de su presencia en lugares públicos. Algo de eso nos ha faltado como sociedad tras vencer militarmente a los comunistas asesinos.

En su homenaje pienso debe otorgársele el ascenso póstumo a Almirante, grado que estuvo contemplado en la primera legislación militar de la República como equivalente a Mariscal, el mismo que hemos propuesto también para Jorge Martin Guise, fundador de la Armada del Perú y primer Almirante de la República. Aquella distinción que se propone es de menor jerarquía al título honorífico, único e irrepetible, de Gran Almirante del Perú que fue otorgado por Ley de 1967 por el Congreso de la República al entonces Almirante póstumo, don Miguel Grau Seminario.

El Almirante fue esposo y padre de cuatro hijos, dos de los cuales son distinguidos capitanes de fragata en retiro de la Marina de Guerra, y tiene varios nietos todos ellos muy orgullosos de su legado. Estuvo en servicio activo desde 1956 hasta 1995.

Se le extraña Señor Almirante, más aún en estos tiempos de desconcierto y de medias tintas, en que se necesitan voces fuertes como las que usted. siempre supo hacernos oír a todos, cuando las circunstancias así lo ameritaban. Los hombres como usted. nacieron para dejar huella. Feliz cumpleaños allá en la inmensidad del Paraíso junto a su esposa Marcela y a sus padres.

*Contralmirante, Reserva Naval

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