OpiniónDomingo, 19 de enero de 2025
Aquella lluvia de enero, por Alfredo Gildemeister

Algunos recordarán -y muchos otros recién se enterarán- cómo hace nada menos que 55 años, un 15 de enero de 1970, Lima sufrió una de las peores lluvias de su historia. Aún recuerdo esa lluvia que prácticamente inundó mi casa. Yo era un chiquillo con apenas nueve años de edad y recuerdo como esa tarde de enero comenzó a “garuar” suavemente, como suele suceder en Lima, en donde las “lluvias” -así entre comillas- son prácticamente un suave rocío de agua que ni moja ni inunda y más bien, ensucia. Fue así como una suave “garúa”, imperceptible casi, comenzó a caer en Lima aquella tarde. A nadie le llamó la atención puesto que la garúa es algo típico del monótono y rutinario clima limeño, con su deprimente y permanente cielo gris “panza de burro”. El pequeño detalle, que poco a poco comenzó a preocupar en mi casa, era que las horas pasaban y la garúa no cesaba sino, todo lo contrario, iba aumentando, volviéndose más intensa, hasta transformarse ahora sí, en una persistente lluvia como Dios manda.

Las horas fueron pasando y la lluvia no cesaba. Comenzaba a anochecer y en mi casa, cuya azotea de ladrillo y cemento tenía en el borde un pequeño muro de unos treinta centímetros de alto, el agua comenzó a acumularse en toda la azotea, transformándose literalmente en una piscina. Como bien sabemos, Lima no es una ciudad preparada para una fuerte lluvia, como las que ocurren en la sierra o en nuestra selva. Las casas de Lima son de techos planos. En aquellos años los limeños acostumbrábamos a vivir en casas y no tanto en edificios como sucede hoy. Lima era mas chica y aún abundaban los terrenos para construcción de casas. De allí que las casas comenzaran a inundarse con la lluvia. Poco a poco el agua se fue acumulando y filtrando por los techos, atravesando inclusive el cemento y el ladrillo de los techos.

Mientras tanto, la gente salía de sus trabajos para regresar a sus hogares y se dieron con la sorpresa de esta lluvia, que, si bien no era un aguacero, era más fuerte que una simple garúa y lo peor era que no tenía cuando terminar. La lluvia era cada vez más intensa lo cual comenzó a causar cierto temor en la población pues el transporte público comenzó a tener problemas y a colapsar. Así, por ejemplo, en el bypass de la avenida Arequipa con la avenida Javier Prado, el agua llegó a casi los dos metros en su punto mas profundo, sepultando a varios automóviles bajo el agua. Para los ómnibus y colectivos era ya imposible pasar por allí; la Vía Expresa estaba comenzando a inundarse en varios sectores por lo que la circulación de vehículos comenzó a colapsar y el caos vehicular comenzó a imperar. Recuerdo que a todo este caos se sumaron algunos apagones en diversas zonas de Lima. Muchos teléfonos (obviamente fijos, no existían aún celulares) y líneas telefónicas dejaron de funcionar, las comunicaciones colapsaron y ya se comentaban en las noticias por la TV que, en los conos, los cerros colindantes de Lima y en las denominadas “barriadas”, algunas viviendas comenzaban a colapsar. Ante esta terrible situación, el gobierno del dictador Velazco declaró a Lima en Emergencia, como si con ello fuera a cesar la lluvia y el daño que venía causando.

Los noticieros ya informaban de un muerto, más de una decena de heridos, cientos de damnificados, así como más de dos mil viviendas afectadas. En las afueras de Lima, ya en las zonas de Ñaña, Chaclacayo y Chosica, se informaba de huaicos que descendían de los cerros, destruyendo todo a su paso y bloqueando la carretera central en varios puntos. Los aniegos de agua se daban en las principales avenidas y cruces, e inclusive se informaba de diversos incendios por cortocircuitos causados por el agua.

Mientras tanto, en mi casa corríamos entre mi madre, mis hermanos y mi padre, por todo el segundo piso con grandes ollas, bateas y baldes disponibles, para colocarlos debajo de los chorros y goteos de agua que se filtraban y caían por diversas partes del techo del segundo piso. Por la escalera que subía a la azotea, bajaba literalmente y de manera permanente, toda una catarata de agua que mediante trapos y lo que sea, era desviado hacia nuestro pequeño jardín o hacia las afueras de la casa. A mi perra Maqui que siempre cuidaba mi casa desde la azotea, tuvimos que bajarla empapada en calidad de refugiada y abrigarla dentro de la casa. Las calles estaban inundadas y algunas con caudales de agua que circulaban como ríos por doquier. La lluvia no cesaba. Por la TV veíamos diversas avenidas de Lima convertidas literalmente en lagunas o calles convertidas en piscinas, más automóviles sumergidos cuyos conductores tuvieron que salir nadando. Anunciaban más casas derrumbadas, especialmente las construidas en base a adobe y quincha, así como más incendios por cortocircuitos. Así estaban las cosas cuando la luz de mi casa se apagó. No había electricidad. Mediante un radio de transistores que tenía mi madre nos enteramos de apagones en Miraflores, Magdalena y La Victoria, por solo mencionar algunos distritos. También nos enteramos que las Fuerzas Armadas estaban movilizando decenas de camiones con militares para socorrer a los damnificados, así como los bomberos los cuales no paraban de ayudar a los damnificados no dándose a vasto.

La radio informaba que, en Collique, el joven Cabat Ballón Torres, mecánico de 19 años, había perdido la vida luego de electrocutarse al intentar cerrar una filtración de agua. En el Centro de Lima, un bombero cayó desde una altura de siete metros por intentar apagar un incendio ocasionado por cortocircuito. A ello se agregaba que los ríos Rímac, Chilca y Chillón se estaban ya desbordando y destruyendo las humildes viviendas levantadas en sus riberas. Cientos de damnificados dormirían a la intemperie. En mi casa solo nos quedó esperar a que terminar esta terrible lluvia, botar el agua mediante baldes y ollas y tener cuidado con los artefactos eléctricos.

Finalmente, luego de 30 horas de lluvia y -según se informó luego- al menos 17 litros de agua por metro cuadrado, la lluvia cesó. El servicio de meteorología informó que la terrible lluvia se debió a un colchón de nubes de 1,300 metros de espesor, el cual descargó aproximadamente tres millones de litros de agua al colisionar con el clima costeño, y abarcó desde la región de Huaral por el norte hasta Pisco por el sur y la Oroya por el este.

Han pasado 55 años de aquel diluvio, Lima ha crecido tremendamente en edificaciones, calles, avenidas, tren eléctrico, grandes edificios, gas natural y población. De allí que hoy cabría preguntarse: ¿Estamos preparados para otra lluvia como aquella? Adicionalmente también cabría preguntarse ¿Estamos preparados para un terremoto de grado superior a 7 como los que se sufrieron en 1940, 1966, 1970 y 1974? No hay que olvidarlos. Sólo puedo decir que en aquellos años Lima era mucho más pequeña. Hoy Lima es una metrópolis, sobrepoblada, tugurizada en muchas zonas, en donde la informalidad impera en sus construcciones, tránsito vehicular, transporte público, etc. ¿Estamos preparados para otro fenómeno natural así? Solo me queda decir que Dios nos coja confesados…

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