OpiniónDomingo, 26 de enero de 2025
¿Contrarrevolución?, por Víctor Andrés Belaunde Gutiérrez

Hace algunos años leí un artículo aparecido en The American Interest, interesante revista que desapareció a inicios de la pandemia, el nombre del autor no lo recuerdo. El argumento, sí: sostenía que la decisión de la Corte Suprema abriendo la puerta al matrimonio entre personas del mismo sexo podría, en el tiempo, junto con otros factores, convertirse en catalizador de una contrarrevolución. Agregaba que las contrarrevoluciones son cosas terribles, citando ejemplos históricos, por lo que el entusiasmo despertado debía atemperarse.

Han pasado bastantes años y la predicción central de ese articulista parece cumplirse. Durante la última década, los Estados Unidos, Europa y todos los países que integramos la civilización occidental parecemos haber estado consumidos por un frenesí revolucionario en el que todas las normas sociales se han ido desmontando una a una.

El inicio fue aparentemente inocuo y precede largamente la decisión de la Corte Suprema de EE.UU., pero este proceso se ha ido acelerando de manera geométrica año a año. El impulso inicial de asegurar una base de derechos iguales para todos y que el Estado no interfiera en la forma en que desean vivir las personas bajo su jurisdicción se convirtió en algo distinto.

De la nada, surgió una corriente que el día anterior a su aceptación era aberrante para todos: la fluidez de género, ese despropósito que un hombre biológico puede ser mujer o viceversa, si este percibe como tal. La realidad física y biológica devienen en irrelevantes frente a la autopercepción, dominado por los demás criterios, no importa lo disparatada e irreal que fuese.

Se recurrió a la fuerza del estado para imponer a las personas e instituciones que desconozcan lo que sus ojos dicen y sus oídos escuchan, lo importante es la autopercepción. En este frenesí se utiliza ahora la fuerza del estado, el monopolio de la violencia que este ostenta, para, por ejemplo, que niños y adolescentes se sometan a tratamientos hormonales de efectos irreversibles o que mutilen su cuerpo amputando sus órganos sexuales.

En materia migratoria se decidió que los estados renunciarían a un aspecto fundamental de su soberanía como custodiar sus fronteras y determinar a quienes ingresan. Se tergiversó un derecho e impulso humanitario, dar protección al perseguido, y como resultado buena parte de Europa está sobrepasada por una ola de inmigrantes islámicos que desean acabar con la cultura laica que los acoge. Los ejemplos son muchos y sólo he mencionado unos pocos.

Pues bien, como el articulista que evoco predijo, estos saltos hacia delante parecen haber provocado su propia revolución. El triunfo electoral de Trump en los Estados Unidos, su creciente popularidad y la sensación de una cada vez mayor legitimidad popular alineada con sus políticas, parecen confirmarlo.

Las primeras medidas de Trump, expresadas en “Ordenes Ejecutivas”, equivalentes a lo que en nuestro sistema jurídico serían Decretos Supremos y su buen recibimiento, así lo sugieren.

La falta de prudencia y la arrogancia del progresismo son los grandes responsables de esta situación histórica. Las mismas multitudes que festejaron y aprobaron estas políticas pasarán a denostarlas con furia.

Tengo la esperanza que Trump, por las mismas características de su personalidad que tanto espantan a sus detractores, podrá canalizar estos sentimientos de una manera menos destructiva que permitir que se sigan acumulando.

El mundo entra a un territorio peligroso: las sociedades occidentales están internamente fracturadas. Sus déficits demográficos reflejan la desaparición de la confianza en sí mismas. Enemigos autocráticos acechan, principalmente la China (que tiene sus propios problemas y debilidades estructurales que quizá la aplasten antes de lo esperado, pero eso es otro problema) que se pasea por el mundo blandiendo la supuesta eficiencia y superioridad de su modelo de capitalismo de estado, desprovisto de la moralina de gringos y europeos.

Es fundamental para el futuro de Estados Unidos que el Partido Demócrata se renueve y entre en un proceso de reflexión sobre los desafíos de este siglo, mientras estén anclados en el odio reflejo e irreflexivo a Trump e izquierdismo infantil, no podrán hacerlo.

Por su parte, Trump y los republicanos no sólo deben encauzar estos sentimientos de hartazgo ante el exceso progre de la manera menos destructiva posible evitando excesos contrarrevolucionarios, también tiene que lograr, en el ámbito exterior, restaurar la disuasión a sus enemigos en general y a la China en particular.

Cómo hacerlo sin alienar aliados parece ser un nudo gordiano. Las declaraciones de Trump sobre el Canal de Panamá y Groenlandia deben entenderse como jugadas contra China para excluir su influencia. El problema aquí es que la permanente hipérbole que caracteriza su retórica puede ser muy útil para manejar insatisfacciones internas de los estadounidenses, pero en el ámbito internacional, son contraproducentes.

Veremos si Trump administra estos desafíos, domina ímpetus contrarrevolucionarios y restaura la disuasión. El tiempo lo dirá.

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