Quien diría que aquella soleada y calurosa mañana del 5 de febrero de 1975, el cielo azul de Lima se cubriría pronto de negras humaredas y luminosas llamaradas de incendios. Tenía 14 años de edad y me encontraba mar adentro, frente a la Costa Verde, navegando en un viejo y pesado “sunfish” de madera -un pequeño velero con una vela latina- con un compañero de colegio, dueño de la embarcación. Navegábamos viento en popa a lo largo de la bahía de Chorrillos, con una hermosa vista de la Costa Verde. A eso de media mañana y de un momento a otro, veo hacia la costa y observo algo increíble. Un extraño movimiento en la masa de bañistas y veraneantes en las playas. Repentinamente, de la nada, cientos de bañistas en las playas, salen literalmente corriendo del mar y de las playas, como si una especie de pánico colectivo se hubiera apoderado de la gente, tomando lo que pueden de sus cosas, para continuar corriendo hacia sus autos algunos y otros simplemente subiendo a empujones por las escaleras que llevan a lo alto del acantilado, hacia la ciudad. Viendo esto desde la embarcación me preguntaba, ¿qué es lo que está pasando? ¿Acaso se venía un tsunami o había ocurrido un terremoto del cual no nos hubiéramos percatado? En el mar es casi imposible percatarse de ello. El mar estaba tranquilo, de allí que no entendíamos qué sucedía. A los pocos minutos, cuando veo el horizonte, hacia los lejanos cerros al fondo de la ciudad, como hacia el centro de Lima comienzan a alzarse a gran altura, densas columnas de humo negro. ¿Qué estaba sucediendo? Inmediatamente pusimos proa hacia el muelle del Club Regatas Lima, que era desde donde habíamos zarpado. Cuando desembarcamos en el referido club, todas las personas de la playa y del club corrían desesperadamente hacia sus automóviles, con sus hijos, para irse a sus casas. Encontré a mi madre que me dijo que teníamos que irnos de inmediato a nuestra casa. La verdad que no entendía que sucedía. Mi amigo se fue volando con su madre, que estaba angustiada. Cuando estábamos ya en el auto, el atolladero de autos por la Costa Verde era espantoso. Recién cuando prendimos la radio del auto, pudimos enterarnos de lo que estaba ocurriendo en ese momento en Lima.
De acuerdo con lo que oíamos por la radio, resulta que, en la madrugada, un destacamento había ocupado el local de Radio Patrulla, en La Victoria, donde se mantenía concentrado parte del personal de tropa perteneciente a la 29 y 41 Comandancia de la Guardia Civil. En otras palabras: ¡La Policía estaba en huelga! Y, por lo tanto, ante la ausencia de policías, el centro de Lima estaba sin seguridad alguna por lo que era saqueado por turbas de personas enloquecidas y fuera de sí. Entre otras cosas, la Policía exigía reivindicaciones económicas y un mejor trato. Se informaba que los motivos de la huelga policial radicaban, especialmente, en el maltrato que el gobierno militar de Velazco sometía a la Policía -en comparación con los beneficios que recibían los militares-, y los bajos salarios que percibían los policías. El hecho que detonó esta huelga lo constituyó la agresión física -al parecer una bofetada- que un oficial del alto mando del ejército en el gobierno le diera a un policía, en una reunión en Palacio de Gobierno.
En esos momentos, el centro de Lima era un caos total, sin orden ni seguridad de ningún tipo. Las oficinas del Diario Correo en la Av. Wilson estaban siendo incendiadas por las turbas. Mi madre me llevó corriendo a casa y literalmente nos atrincheramos, colocando los sofás de la sala contra la puerta principal de la casa, ante lo que pudiera pasar. Se decía que las turbas llegarían a las zonas residenciales para saquearlas. El pánico y la inseguridad reinaban en la ciudad. Se informaba que, ante la falta de policías, la gente en el centro de Lima estaba destruyendo las rejas y puertas metálicas de las tiendas, e ingresando a saquear todo. Por la radio se nos informaba que se podía apreciar a cientos de personas llevándose electrodomésticos e inclusive ¡personas empujando refrigeradoras, cocinas y lavadoras por el Jirón de la Unión! El centro de Lima era un caos total. Se diría que la seguridad y el respeto a la ley habían desaparecido por completo y el caos reinaba por doquier. Ante el temor que los saqueadores llegaran a los distritos más residenciales como San Isidro y Miraflores, la gente empezó a resguardarse en sus casas y, los más previsores, a correr a los mercados y comprar todos los alimentos que se pudieran, a fin de acaparar víveres en sus casas, por lo que fuera a pasar. Se decía que, en algunos hogares, las familias habían sacado armas, como revólveres y pistolas, dispuestas a defender sus hogares de las turbas si fuere necesario.
Mis padres y yo estábamos preocupados porque mi hermano Lalo estaba en el centro de Lima con mi abuelo Rafael, pues fueron a comprar unas cosas que necesitaban, y no sabíamos nada de ellos. En aquellos años no existían los celulares. Pasadas unas horas, apareció mi hermano Lalo con mi abuelo en mí casa, agotados y nerviosos por la situación. Habían logrado salir corriendo de la zona de saqueos en el centro, para luego venirse caminando rápidamente por la Vía Expresa, ¡hasta mi casa en Miraflores! pues el transporte público y los taxis habían obviamente desaparecido de las calles. Nos contaron que el centro era un infierno.
Mi abuelo nos contó que los saqueos de la mayoría de las tiendas y grandes almacenes en el centro de Lima eran un hecho y nadie hacía nada para impedirlo. Mi hermano y mi abuelo habían sido testigos de los incendios en el Diario Correo, el Centro Cívico y en el Círculo Militar, así como los robos y saqueos en las tiendas y grandes almacenes del Jirón de la Unión y en otras zonas adyacentes. Así mismo, los diarios Expreso y Extra no lograron ser incendiado, gracias a la defensa de sus trabajadores que se enfrentaron a las turbas. En la avenida Alfonso Ugarte, se desató una batalla campal pues tropas del Ejército enfrentaron a las turbas que saqueaban la tienda de Scala Gigante, gran almacén de aquellos años equivalente al Saga de hoy.
Los propietarios de los comercios, desesperados, no podían defenderse de la turba que violentamente entraba a sus locales, tumbando las rejas de seguridad, mamparas, vidrios y puertas, destruyendo y saqueándolo todo. En horas de la tarde, en la TV, nos enteramos que las Fuerzas Armadas habían puesto con mano dura, fin al saqueo de las turbas e impuesto el orden en la Policía a sangre y fuego, deteniendo a muchos e inclusive causando decenas de muertos y heridos, entre los miembros de la policía alzada en huelga y civiles, sin darse a conocer un número exacto de víctimas. Finalmente se impuso el toque de queda desde las 10pm. de la noche hasta las 5am. Un enorme tanque de origen francés AMX 30, quedó “estacionado” en la puerta de mi casa, con un tanquista en la torreta abierta, con la mirada fija al frente, agarrado a la gran ametralladora del tanque.
Lamentablemente, cincuenta años después de esta trágica y terrible huelga de la Policía, se sigue maltratando y humillando a nuestra Policía Nacional. Si en 1975 la Policía tuvo el coraje de declararse en huelga ante una dictadura como la del general Velasco y pasó lo que pasó, ¿Qué puede esperarse hoy ante un gobierno débil e incapaz? El actual gobierno ha fracasado en cuanto a seguridad ciudadana, cambiando de ministros del Interior como si fueran calzoncillos y continúa fracasando. Lima se ha convertido en una ciudad cada vez más, en manos de la delincuencia. Los ciudadanos proceden a armarse por su cuenta para ejercer su derecho a la legítima defensa, ante la inseguridad existente, en un país en donde de un lado, a la Policía se le acusa y mete presa si nos defiende usando sus armas de reglamento y, de otro lado, se liberan a decenas de delincuentes asesinos, extorsionadores y hasta terroristas urbanos. La seguridad se impone. Al paso que vamos ¿Necesitamos un Bukele? No queremos otro 5 de febrero…