Conocí a la familia Succar en el verano de 2020, justo antes de que la pandemia nos encerrara por dos años. En ese momento mi vida era distinta. Me dedicaba por completo a la música: estudiaba partituras, perfeccionaba mis producciones y vivía sumergido en un universo sin tregua, porque en esa profesión no hay descanso, solo práctica infinita.
A finales de 2019, conseguí una pasantía en Miami como asistente de producción musical e ingeniero de sonido en Mixtura Producciones, la casa productora de Tony Succar. Por esos días, Tony acababa de ganar el Latin Grammy a ‘Productor del Año’. Era el nombre más sonado de la industria, superando a gigantes como Andrés Torres, Julio Reyes, Mauricio Rengifo y Rafa Sardina. Y yo llegaba a Miami con 18 años, listo para aprender de él.
Fueron meses de entrega absoluta. Conseguí un Airbnb a seis kilómetros del studio y una bicicleta para ir y venir cada día. Alquilar un carro para esa cantidad de tiempo era un lujo imposible, y caminar esa distancia diaria bajo el sol, una locura —aunque más de una vez me tocó hacerlo cuando la llanta se pinchó—. En el studio, las horas se deshacían entre mezclas y arreglos, y aprendí que la excelencia no es un talento, sino una obsesión. «Nuestro nombre debe ser garantía de calidad, en cada detalle, por minúsculo que sea», me repetía Tony, y lo entendí a fuerza de días interminables y noches durmiendo en el sillón del studio, editando hasta la última imperfección.
Una noche, Tony nos pidió a unos amigos y a mí que fuéramos a ayudar a Margaritaville, un resort a las afueras de Miami, donde su mamá tocaba con Mixtura Band. Así conocí a Mimy Succar. La vi enfrentarse a un público de gringos rígidos y hacerlos bailar con una hora y media de salsa pura. Terminado el show, se bajó del escenario, recibió felicitaciones con una sonrisa y, sin perder un segundo, comenzó a desmontar todo junto a los músicos. Cuando ya no había nadie, cerró el carry-on donde guardaba su vestuario, y sin vacilar, levantó el pesado parlante al que antes había conectado su micrófono y se echó a andar.
En ese momento, no entendía por qué Mimy seguía tocando. Tony ya no estaba en la banda, él hacía otras cosas, ¿Qué sentido tenía seguir haciendo shows en las afueras de Miami para esos públicos fríos? Pero el domingo pasado, al verla subir a recibir su primer Grammy a los 65 años, lo entendí. Tocaba porque era su sueño. Porque ser cantante era su esencia, más allá del reconocimiento o la fama. Porque estaba dispuesta a ponerse al hombro cuantos parlantes fuesen necesarios, a conectar todos los cables ella misma, con tal de seguir en un escenario. Y en ese instante entendí la utopía de la que hablaban García Márquez y Paulo Coelho: el mundo pertenece a quienes sueñan y luchan, sin importar cuánto tarde el aplauso en llegar.
Han pasado cinco años desde aquella aventura musical en Florida; la vida me ha llevado por otros caminos. He descubierto pasiones más profundas y he trazado nuevas metas a las que me he entregado física y mentalmente. Sin embargo, la música nunca se ha ido; sigue latiendo en mí, moldeando mi espíritu y afinando mi sensibilidad.
Hace unos días, en una entrevista para PBO Radio, Chema Salcedo me preguntó qué había dejado en mí el tiempo trabajando con Tony. Mi respuesta fue breve, pero sincera: «la persistencia, incluso cuando todo te juega en contra». Porque fue así. Trabajar junto a la familia Succar no solo me enseñó a enfrentar los retos, sino que esculpió mi forma de perseguir lo que anhelo. Me ayudó a ser quien soy hoy.
El domingo marcó el cierre de un capítulo inolvidable. Fue una noche de reconocimiento, pero, sobre todo, de aprendizaje. La familia Succar me dejó una última lección. Una que quizás no supe ver en los meses que trabajé con ellos: aún hay tiempo. Aún hay espacio para transformar lo que eres y todo lo que has aprendido en un regalo para quien más lo merece. Aún hay tiempo para ayudar a tu mamá a cumplir sus sueños. Todavía no es demasiado tarde.