El activo más poderoso de Estados Unidos en el último siglo, más que su economía o arsenal militar, ha sido su capacidad para construir alianzas sólidas, duraderas y confiables. A través de tratados comerciales, pactos de seguridad y acuerdos multilaterales, Washington fue el corazón de un sistema internacional que —aunque imperfecto— ofrecía previsibilidad, reglas compartidas y una arquitectura donde el liderazgo estadounidense era aceptado, incluso deseado.
Sin embargo, en una era de competencia geopolítica, esa red de alianzas corre el riesgo de erosionarse. La política comercial de Trump, con aranceles indiscriminados a rivales y socios históricos, sacude el comercio global enviando señales contradictorias sobre el compromiso estadounidense con sus aliados. En un entorno de alta volatilidad financiera y fragilidad fiscal interna, su percepción internacional se ve afectada.
El mercado de bonos del Tesoro, refugio tradicional del sistema financiero global, no logra recuperar su estabilidad. Las tasas a 10 años aumentan por la caída en la demanda, exceso de emisiones para financiar el déficit y temores sobre una política errática. Estados Unidos necesita renovar 9 billones de dólares en deuda este año, con posibles aumentos de tasas, incremento de costos operativos estatales, dificultando su margen de maniobra con una posición debilitada frente una crisis.
Estados Unidos debería ver en sus aliados parte de la solución. Gravar con aranceles a Japón, Corea del Sur, Alemania o incluso Canadá —socios clave en lo tecnológico, militar y comercial— cierra puertas cuando más las necesita. Enfrentar retos globales como la rivalidad con China o la seguridad en el Indo-Pacífico exige colaboración estrecha y sostenida.
Ante la imposición de 145% de aranceles, China responde que “no es la forma de negociar con ellos”. No se repliega ante la presión, ni renuncia al pragmatismo. Fortalece lazos con Rusia, potencias emergentes del sur global y regiones donde Estados Unidos pierde terreno diplomático, ampliando su círculo de influencia. Desarrolla alternativas financieras, comerciales y estratégicas como el reciente “Plan para Acelerar la Construcción de un País Agrícola Fuerte (2024-2035)"; mientras Washington levanta barreras que parecen insalvables.
La estrategia unilateral de Trump generó impacto político ante el electorado, pero los mercados financieros reaccionaron con caídas y aversión al riesgo ante la incertidumbre. Mientras China, bajo un sistema vertical autoritario con rápida capacidad de reacción ante nuevos escenarios, aplica una visión de mediano y largo plazo, jugando con tiempos, escala y paciencia.
Trump, enfocado en resultados inmediatos, mercados y presiones electorales, descuida herramientas estratégicas clave. Los aliados no pueden ser vistos como costos o cargas: son activos fundamentales. Existen canales para resolver diferencias —comerciales o estratégicas— más allá de sanciones o mecanismos de presión. Para continuar liderando un sistema global competitivo, interconectado y fragmentado, Estados Unidos necesita reconstruir alianzas sólidas, funcionales y confiables, socios que contribuyan a fortalecer su liderazgo global.
No significa que la estrategia estadounidense esté condenada al fracaso; aún conserva liderazgo tecnológico, dinamismo empresarial, capacidad militar y, sobre todo, una comunidad internacional que —a pesar de las tensiones— considera a Washington como socio fundamental. Pero la incertidumbre es un componente peligroso, puede frenar cualquier iniciativa.
El capital político no es eterno. La confianza, una vez quebrada, puede requerir años recuperarla. La pregunta es si Estados Unidos está dispuesto a reconstruir un modelo de cooperación con bases sólidas, colectivas y duraderas con aliados, para competir con China en los próximos veinte o treinta años. No se trata de elegir entre protegerse o cooperar; la mejor protección es la cooperación.