El próximo lunes 14 de abril se cumplen 113 años del hundimiento del Titanic ese gran trasatlántico también denominado “el insumergible”. Desde niño siempre me impresionó esa tragedia. Pude apreciar en la televisión diversas películas de esas clásicas que se filmaron sobre el hundimiento del Titanic y, más aún, cuando a mediados de los años ochenta se descubrieron los restos del trasatlántico hundido en el fondo del Atlántico. Aún recuerdo la edición especial que la revista de la National Geographic publicó en esos días, narrando el descubrimiento de los restos del trasatlántico, con estupendas fotografías a todo color en donde se apreciaba al inmenso buque, descansando en el lecho marino, partido en básicamente en dos partes y con la proa en buenas condiciones y los restos de la popa destrozada. Posteriormente se filmaría y estrenaría la estupenda película dirigida por James Cameron, con Leonardo DiCaprio y Kate Winslet, en 1997, film que nos permitió visualizar con mayor exactitud, todo el horror de esta tragedia.
Todo ello me trajo a la memoria una historia que mi abuelo materno, Rafael Ruiz Huidobro Araoz, siempre me contaba cuando yo era aún un niño. A mi abuelo siempre le impresionó la tragedia del Titanic, hecho que afectó a la humanidad entera durante varias décadas después del hundimiento. Mi abuelo era dentista, para mayor precisión, el primer dentista que se estableció en Miraflores. Al lado de otros amigos, fundó el Casino de Miraflores en 1936, pues le encantaba jugar a las cartas, en especial al Rocambor. Cada día a eso de las 7pm de la noche, terminaba de atender a los pacientes en su consultorio y casa, en los altos de la Calle Lima, frente al parque Kennedy, encima de la actual tienda de D’Onofrio, y mi abuela le servía su lonche, consistente en una taza de té y galletas de soda grandes con jamón inglés -el de verdad- y mantequilla australiana -aún recuerdo la lata de mantequilla importada. ¡Una maravilla de mantequilla! Luego colgaba su mandil de dentista, se ponía su saco, corbata y se marchaba caminando al casino. Religiosamente lo hacía todos los días a la misma hora, jugando al Rocambor hasta poco antes de la medianoche que regresaba a su casa.
Entre los amigos con los que juagaba Rocambor, se encontraba el “gringo” Arturo Wells. ¿Qué tenía Wells de especial? Pues que nada menos era uno de los 706 pasajeros sobrevivientes del hundimiento del Titanic en abril de 1912. Si bien Wells era de nacionalidad británica, siempre se consideró peruano de corazón, viviendo gran parte de su vida en el Perú y amando con toda el alma al Perú. Mi abuelo me contaba lo que Wells le contó una fría noche miraflorina, en el que se quedaron ya tarde, jugando solos en el Casino. Wells no solía hablar de su vida personal y menos de su pasado. Sin embargo, a mi abuelo le tenía mucha confianza y esa noche le soltó a bocajarro, que él era uno de los pocos que sobrevivieron al hundimiento del Titanic. El gringo le contó a mi abuelo que, a comienzos de abril de 1912, el 10 de abril para ser exactos, se embarcó en el puerto inglés de Southampton en el Titanic, con toda la ilusión de tener el privilegio de viajar en el barco más grande y lujoso del mundo, llamado “el insumergible”, pues decían que ni Dios podía hundirlo. Wells se encontraba viajando sólo, soltero, feliz de poder alternar con la gente de primera clase, la gente más rica y aristocrática del mundo sin exagerar. Los primeros días de viaje se la pasó almorzando, bailando y cenando en el lujoso trasatlántico, conversando con los grandes millonarios del momento, al lado de sus elegantes y enjoyadas esposas, e inclusive, contaba que llegó a conocer y conversar con el capitán del Titanic, Edward Smith, teniendo el privilegio de cenar una noche en la mesa del capitán. Smith le conto como este sería su último viaje pues ya se retiraba como marino. Era su viaje de despedida. Sin embargo, el destino y la providencian tenían otros planes.
La noche del domingo 14 de abril de 1912, una fría noche con cielo despejado, cerca de la media noche, estando en su camarote, Wells sintió un fuerte remesón. Como si el barco entero hubiese sido sacudido por un gigante durante unos largos segundos. Tuvo una sensación extraña y un oscuro presentimiento comenzó a crecer en su interior. Salió de su camarote y al subir a la cubierta vio, relativamente cerca, un enorme iceberg que se alejaba, grande como una montaña, y enormes restos de hielo en el suelo de la cubierta de primera clase. Pudo apreciar como unas cubiertas más abajo, la gente de la tercera clase se divertía jugando con el hielo de la cubierta. Pasados unos minutos, observó que los marineros empezaban a preparar y arriar los botes salvavidas. Wells pensó que se trataría de un simulacro por lo que no se alteró. No era extraño que en los grandes trasatlánticos se realizasen simulacros a modo de prevención. Pero si le extrañó que a esas horas de la noche se realizara uno. A medida que pasaba el tiempo, fueron subiendo más pasajeros a la cubierta de primera clase y se ordenó que las mujeres y los niños subieran a los botes. Wells se percató que esto no era un simulacro. Vio al capitán Smith parado en el puente y se dirigió a él preguntándole qué sucedía. Smith solo lo miró con una mirada que nunca olvidará Wells, una mirada de tristeza profunda, pero, más aún, de resignación. Solo le dijo: “sálvese usted amigo. Dios le bendiga”. Se dio media vuelta y continuó dando órdenes a la marinería. Los botes curiosamente, no bajaban llenos. Wells observó que los pasajeros comenzaban a entrar en pánico, peor aun cuando los botes fueron bajados en su totalidad y ¡ya no quedaban botes! Vio actos heroicos de algunos reconocidos millonarios, despidiéndose de sus esposas y cediendo su chaleco salvavidas y su lugar en el bote a otras mujeres y niños que no habían alcanzado un lugar en los botes.
Cuando el pánico se apoderó de la mayoría de los pasajeros, Wells se dio cuenta que no tenía salida alguna. Imposible salvarse. Fue en ese momento, contaba mi abuelo, que Wells se percató que el enorme barco comenzaba a sumergirse por la proa. Pasó poco más de hora y media, el buque se iba inclinando poco a poco a medida que se sumergía. La popa empezaba a levantarse poco a poco. Wells decidió subir a la última cubierta, se apoyó y agarró fuertemente a la baranda, encendió un cigarrillo y se puso a esperar estoicamente la muerte, que ya era inminente. Cuando el barco finalmente comenzó a hundirse, elevándose poco a poco la popa ya completamente fuera del agua, Wells se aferró a la baranda, esperando tranquilamente la muerte. Repentinamente, un ruido aterrador inundó la noche y el inmenso barco empezó a partirse casi por la mitad -tal como se aprecia en la película de Cameron- y al momento que la popa nuevamente se puso vertical, reculó ésta a modo de una gran catapulta, lanzando repentinamente a Wells al mar, cayendo éste fuera de la zona de succión del barco. El agua estaba literalmente helada. En unos pocos minutos podías morir congelado. Wells nadó lo más rápido que pudo, pues era buen nadador, y de paso trataba de conservar el poco calor que quedaba en su cuerpo. Fue en aquel momento que fue testigo desde el agua, como el Titanic se sumergía rápidamente, desapareciendo bajo las aguas, quedando muchos pasajeros nadando desesperadamente. Wells tuvo suerte, pues cuando fue lanzado del barco, cayó cerca de uno de los botes salvavidas, siendo rescatado a los pocos minutos por uno de éstos. De haberse demorado el bote un par de minutos más hubiera muerto congelado y ahogado, como le ocurriera a cientos de pasajeros a su alrededor.
Horas más tarde, ya amaneciendo, el buque “Carpathia” rescató a los náufragos, llevándolos a Nueva York. Mi abuelo nunca olvidó a su amigo y compañero de juego de toda la vida, el “gringo” Wells, quien siempre se consideró como el único peruano sobreviviente del Titanic. Vayan estas líneas en homenaje a las 1,496 personas fallecidas -hombres, mujeres y niños- en el hundimiento del Titanic, aquel oscuro y frio amanecer del 15 de abril de 1912, hace nada menos que ciento trece años.