Han transcurrido casi 40 años desde que las acciones en el campo de la organización terrorista Sendero Luminoso llegasen a su punto culminante, al no haber podido consolidar un ejército guerrillero popular con capacidad de vencer militarmente en la lucha en la que bañó de sangre al país en las últimas décadas del siglo XX, junto con la organización terrorista MRTA. De ahí vendría su debilitamiento progresivo en el Ande, lo que concluiría con su derrota militar algunos años después.
En efecto, las contundentes acciones militares de hostigamiento y neutralización, desde fines de los ochenta, acorralaron a los elementos terroristas, que hubieron de buscar refugio en la ciudad de Lima, contra la que arremetieron con violencia inhumana y sin límites, sin que se hubiese llegado a consolidar el dogma maoísta de la lucha del campo a la ciudad. Fueron los días de los paros armados y de los coches bomba constantes (1989-1991). Su líder, el genocida Guzmán, autodenominado cuarta espada de la revolución mundial, para justificar ante sus secuaces —su llamado politburó— esta maniobra más bien de repliegue a la que lo obligaban las circunstancias, les aseguró que habían alcanzado un equilibrio estratégico frente a su enemigo y debían pasar a la ofensiva estratégica (1988). Esta situación estaba muy lejos de ser una realidad, a pesar de las muchas dificultades que atravesaba el Perú de ese entonces. La presuntuosa premisa fue conceptuada por Guzmán como una variante de la doctrina maoísta de guerra revolucionaria, para adaptarla a nuestra realidad, enmarcándola en lo que aquel despreciable sujeto llamó “pensamiento Gonzalo”. Este mamarracho ideológico, de autoría de ese criminal, no era otra cosa que una burda mezcolanza de las ideas del marxismo ortodoxo en sus diferentes vertientes, principalmente la leninista y la maoísta, así como de los conceptos de José Carlos Mariátegui.
El hecho de que las organizaciones terroristas, en particular Sendero Luminoso, no alcanzasen la superioridad militar —más allá de su estrategia de guerra de guerrillas, que como bien sabía el genocida Mao, desgastaba al oponente, pero por sí sola no podía lograr la victoria final sobre un ejército regular— allanó el camino hacia la captura de sus cabecillas y cédulas. Los terroristas, afectados en su moral y en su voluntad de lucha, dado el permanente asedio de las fuerzas militares y policiales, y porque sus cabezas tenían precio gracias a la Ley de Arrepentimiento, fueron cometiendo error tras error. A lo dicho hay que agregar los implacables procesos legales a los que fueron sometidos los senderistas y emerretistas por jueces sin rostro, en razón a la eficiente política gubernamental que se estableció a principios de la década de los noventa. La muy mentada mística de las hordas senderistas, que algún desorientado —por decir lo menos— mandatario llegó a elogiar en plena efervescencia de la lucha, se vio doblegada.
Por ironía del destino, el terror empezó a reinar en filas de las organizaciones terroristas. Los estaban alcanzando las fauces del odiado capitalismo: apetecibles recompensas por la delación de sus propios camaradas y hasta familiares. Cadenas perpetuas inapelables bajo reclusión militar, muertes en el acto sin piedad. Entonces las rodillas empezaron a temblar. Asomó la desconfianza en el compañero de al lado. La certeza de la derrota comenzó a torturarlos. De pronto, la fantasiosa ofensiva estratégica tan mentada por Abimael se desvaneció. El panorama se les tornaba negro, muy negro. El fanatismo pronto se diluiría y sería reemplazado por un materialista y cobarde “¡sálvese quien pueda!”.
A pesar de este éxito rotundo, en el cual el país se jugó su viabilidad como Estado-nación, muchos oficiales de las FFAA que tuvieron responsabilidad directa o indirecta en la victoria militar sobre el peor enemigo que tuvo el Perú en el siglo XX, siguen hoy padeciendo persecución legal. Muchos de ellos han sido privados de su libertad por más de 20 o 25 años desde el 2001, y otros recientemente condenados a 15 años o más —sin pruebas— por sucesos de los ochenta o principios de los noventa, recurriendo a jurisprudencias ajenas a nuestro ordenamiento legal y realidad nacional, así como apelando a testimonios endebles, cuando no amañados. Aquello se agrava por el hecho de que casi todos esos jefes militares superan los 75 años de edad; es decir, prácticamente se les condena a cadena perpetua, como diciéndoles: “te estamos dando la misma condena que le dimos al enemigo al que venciste”.
Esto último es más indignante en cuanto que solo Abimael Guzmán y Elena Iparraguirre, y uno que otro más de sus lugartenientes, fueron de los escasísimos condenados a cadena perpetua, tras la anulación de los juicios hechos en los 90 que condenaron a muchos terroristas de ambas organizaciones a la misma pena o a otras muy severas. Gracias a esa nefasta decisión propiciada por las izquierdas, tuvieron lugar sentencias benignas, por lo que casi todos los terroristas están hoy libres o próximos a estarlo.
En ello tuvo mucho que ver la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), que en su informe final señala:
“En particular, la CVR considera que las sentencias dictadas por el Fuero Privativo Militar en las que se excluye de responsabilidad por graves violaciones a los derechos humanos deberán ser materia de revisión por parte del Poder Judicial, en tanto vulneran la Constitución y los tratados y principios internacionales al desarrollar una investigación desviando la jurisdicción natural que corresponde a estos hechos” (pág. 247).
Un caso terrible, escandaloso, es el del general Juan Rivero Lazo, sin duda un preso político en plena vigencia del Estado de derecho, condenado sin pruebas y vejado mil veces por los vengadores del terrorismo. Si el Tribunal Constitucional no resolvía el caso del general Rivero Lazo, estoy seguro de que dicho oficial hubiese muerto en prisión, como no me cabe la menor duda de que no pocos operadores de justicia hubiesen querido. El TC, en justicia, les aguó la fiesta. Si hay algo que debe darnos vergüenza como sociedad, es haber permitido por años que se cometan estas barbaridades sin ninguna protesta y menos una sola marcha. Este general, que luchó contra el terrorismo y que, después de 25 años, ya está con su familia, cuando fue detenido fue tratado peor que a un terrorista. Rivero Lazo fue encarcelado en el mismo lugar donde trasladaban a los terroristas detenidos, esto es, en la DIRECOTE.
Muchos operadores de justicia equiparan las penas para altos oficiales de las FFAA con las que se vieron obligados a imponer a los cabecillas de las organizaciones terroristas, luego de que los nefastos gobiernos de Valentín Paniagua y de Alejandro Toledo —hoy reo que debe pagar por los crímenes que ha cometido— se sometieran a los designios de la CIDH de San José de Costa Rica. De ahí tendrían lugar las reducciones de condenas a terroristas e incluso beneficios económicos para aquellos asesinos ideologizados que ensangrentaron el país durante dos décadas.
Desde entonces, todos los gobiernos sin excepción a partir del año 2000, poco o nada han hecho al respecto, cuando no han sido cómplices procaces de este atropello que avergüenza al país.
Incluso existen operadores de justicia que, con desfachatez, consideran como su único medio probatorio contra los miembros de las Fuerzas Armadas las afirmaciones del tan cuestionado informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR).
Todo aquello no puede ser más que producto de un odio inaudito y de la evidente ideologización de muchos operadores de justicia en nuestro país, entre otras razones por sus vínculos con organizaciones no gubernamentales seudodefensoras de los derechos humanos, situación harto conocida en el Perú.
En razón de lo expuesto líneas arriba, el país debería exigir —en particular las FFAA y sus muchas organizaciones afines— al Poder Judicial y al Ministerio Público que le rindan cuentas al país, explicando a los peruanos las razones por las cuales aún hay procesos judiciales contra miembros de las FFAA que tienen más de 40 años sin resolverse. Aquello a pesar de que existe una ley sobre el delito de lesa humanidad, promovida por los congresistas Fernando Rospigliosi y José Cueto, que, aun si hubiese estado en vigencia ese delito en 1980, ninguna de las imputaciones contra los miembros de las fuerzas del orden cumpliría las condiciones para configurar tal delito.
Que el Poder Judicial le informe al país si existen otros ciudadanos que no sean militares en situación parecida, o los motivos por los cuales existen militares de alta graduación que se hallan en cárceles condenados injustamente sin reconocérseles sus beneficios penitenciarios, o por qué motivos prácticamente no hay terroristas en prisión actualmente. Tenemos el derecho de que se respondan estos y otros cuestionamientos. En una democracia de verdad, todos los poderes públicos deben rendir cuentas. No existe privilegio alguno para que jueces y fiscales no respondan ante sus malas decisiones, ya sea por corrupción, ideologización o ineptitud.
Acabemos de una vez por todas con esta deshonra para el Perú que pisotea la memoria de quienes sacrificaron sus vidas por devolver al Perú la paz y la posibilidad de salir adelante y alcanzar el añorado desarrollo para todos los peruanos. Pongamos punto final a la agenda ruin de los siniestros grupos de izquierda cosmopolita —la llamada izquierda del champán o del caviar— que tienen mucha influencia y que dominan los usos y prácticas de la política peruana, apañados por todos los gobiernos que se han sucedido desde el 2000, ya sea por complicidad, contubernio o cobardía.
Por ello es indispensable que el Congreso de la República, adicionalmente a la ley ya en vigencia, promulgue otra de punto final de los procesos derivados de la lucha contra el terrorismo, que además sancione penalmente a los operadores de justicia que no la acaten.
No sigamos el ejemplo de otros países de la región cuyas ciudadanías, mayoritariamente, se creyeron las tergiversaciones históricas de las izquierdas y por ello permanecieron indiferentes a la venganza de los hermanos ideológicos de los petarderos a quienes se derrotó en aras de la Patria.
La lucha contra el terrorismo fue muy dura y sangrienta. Muchísimas vidas se perdieron, particularmente de los miembros de las fuerzas del orden que cayeron víctimas de atentados o combatiendo en desventaja contra aquellas jaurías de degolladores de niños. Y esto también tiene que ver con la memoria de aquellos operadores de justicia que fueron vilmente asesinados por cumplir valerosamente con su deber en aquella época trágica.
Las FFAA, en esa cruenta lucha, hicieron lo mejor que pudieron. Las críticas injustas o ideologizadas que les han espetado por décadas jamás estuvieron acompañadas de alternativas serias y realistas. Es decir: ¿cómo se hubiese hecho mejor?, ¿cómo lo hubiesen hecho los sabios de la CVR y sus amistades de las zurdas?, ¿qué país tuvo pronto éxito en su lucha contra el terrorismo en circunstancias más o menos parecidas?, ¿tal vez les hubiese gustado a los comisionados que se les pidiese a los terroristas que dejasen las armas y que se les ofreciese acuerdos írritos y vergonzosamente claudicantes como lo hizo Andrés Pastrana en Colombia, lo que significó un rotundo fracaso?, ¿dónde estuvieron las voces de Salomón Lerner y cía. durante esos aciagos años?
Es tiempo ya de decir las cosas como fueron y no como hubiésemos querido que fuesen, sin la falsificación, ni las medias verdades ni las leyendas urbanas que la izquierda cosmopolita ha sostenido por casi 30 años. Empecemos por retirarnos de la competencia de la CIDH de San José de Costa Rica. No me cabe duda de que el gobierno norteamericano aplaudirá tal decisión —el pronto relevo de la embajadora Syptak-Ramnath es clara señal de ello— y a la China no se le moverá una ceja, en caso algunos tengan reparos por las repercusiones foráneas.
Acabemos con la venganza de la siniestra para dar lugar a un país verdaderamente reconciliado, que mire al futuro con esperanza. Un país que, de una vez por todas, solucione sus grandes problemas, empezando por los de nuestra niñez y sus múltiples carencias, los que no habrán de resolver ni el libre mercado, ni menos el demostradamente inútil capitalismo de Estado, que hoy castristas, velasquistas y demás zurdos continúan añorando. Solo la revolución conservadora que venimos proponiendo podrá lograrlo. Ojalá partidos políticos serios, construyendo un frente, asuman el reto y lo hagan posible a partir del 2026.