El fallo que condena a Ollanta Humala y Nadine Heredia a prisión por lavado de activos parecía marcar un hito en la lucha contra la corrupción en el Perú, pero la narrativa se desvió en pocas horas. En lugar de enfrentar la cárcel, la ex primera dama ingresó a la Embajada de Brasil, recibió asilo diplomático, saliendo del país con un apresurado salvoconducto, rumbo –justamente– al epicentro del escándalo Odebrecht.
Lo que está en juego es la credibilidad del sistema, el debido proceso y la lucha contra una impunidad sofisticada, blindada por afinidades ideológicas y redes de protección construidas en años de financiamiento irregular de campañas políticas.
La sentencia ha sido cuestionada por los penalistas Julio Rodríguez y Humberto Abanto. Señalan que se dictó sin respetar precedentes del Tribunal Constitucional, lo que constituiría una infracción procesal. Afirman que la base probatoria se apoya en testimonios de colaboradores eficaces sin corroboración en los casos de entrega de dinero desde Venezuela en 2006 y versiones sobre valijas diplomáticas. Lo mismo afirman sobre los aportes brasileños de Odebrecht en 2011, cuyo origen ilícito fue acreditado con testimonios escritos por la ausencia de testigos brasileños. Pero son conocidas las trabas impuestas por los fiscales, impidiendo que los casos relacionados con Odebrecht progresen desde 2016.
Otros juristas sostienen que la acusación debió formularse como financiamiento ilegal de campaña y no por lavado de activos, que implica otros estándares probatorios. Esto revela una preocupante falta de rigor técnico por parte de la Fiscalía en un caso complejo y políticamente delicado.
La controversia se intensifica con el asilo concedido por Brasil. Heredia entró a la embajada el día de su condena, logrando en pocas horas la protección diplomática de Luiz Inácio Lula da Silva. El gobierno de Dina Boluarte emitió el salvoconducto sin resistencia, amparándose en la Convención sobre Asilo Diplomático de 1954, aunque este prohíbe conceder asilo a condenados por delitos comunes.
¿Puede hablarse de persecución política? ¿O estamos ante el uso estratégico de vacíos legales para evadir una condena?
No es coincidencia que Lula y la pareja Humala-Heredia compartan afinidades ideológicas. Durante la presidencia de Lula, Odebrecht transfirió tres millones de dólares a la campaña de Humala en 2011, operación avalada por el propio mandatario. Es razonable pensar que el asilo responde a la intensión de proteger un proyecto político común.
Lula purgó 580 días de prisión por corrupción vinculada a Odebrecht y aunque su condena fue anulada por razones procesales, su relación con el caso Lava Jato sigue siendo parte de su historia política.
La Convención sobre Asilo obliga a Perú a otorgar el salvoconducto salvo en casos de fuerza mayor. ¿No califica una condena por corrupción como tal, al menos para tomarse un tiempo y evaluar la situación? Pero no fue así. Se actuó con velocidad y complacencia.
Este episodio lanza un mensaje peligroso: que en América Latina las lealtades ideológicas y los vínculos personales funcionan como salvavidas, incluso cuando la postergada justicia empieza a hacer su trabajo.
No es un caso más: “Ningún cambio legal funcionará sin una reforma radical del sistema de justicia”. Y aunque se necesita construir casos sólidos, la independencia judicial no puede doblegarse ante presiones políticas externas.
La lucha contra la corrupción se ha convertido en un campo de batalla ideológico. No puede hablarse de justicia si se acomoda según la cercanía al poder. No puede haber democracia si los que cuentan con los contactos correctos quedan fuera del alcance de la ley.