OpiniónDomingo, 27 de abril de 2025
Autoritarismo confuciano de Xi Jinping, por Berit Knudsen
Berit Knudsen
Analista en comunicaciones

El modelo autoritario de Xi Jinping, con un anclaje histórico-cultural que perpetúa su legitimidad, podría hallar nuevas formas de supervivencia en el siglo XXI. Para entender por qué la sociedad china respalda casi sin excepción un sistema político vertical y controlado, es necesario examinar dos factores íntimamente ligados: el contrato de prosperidad y orden suscrito por el Partido Comunista con la población, y los principios filosóficos confucianos que han modelado el imaginario colectivo por más de dos milenios.

Desde el siglo XIX, la meta de convertir a China en un “país rico y ejército fuerte” (fuguo qiangbing) avanza sin separarse de la defensa de su “esencia cultural” (zhongti xiyong). Ese acuerdo, bajo Xi Jinping, se tradujo en hechos: China es hoy la segunda economía mundial y exhibe un despliegue militar con alcance global. A cambio de crecimientos acelerados, empleos industriales y gasto social en infraestructura, vivienda y salud, las mayorías aceptan la censura, control de la información y la ausencia de elecciones libres. El bienestar material y la estabilidad cotidiana pesan más que amplias libertades políticas.

Pero este pacto no puede sostenerse sin un sustrato cultural dispuesto a venerar la jerarquía y priorizar la armonía. El confucianismo, como sistema ético, se reinterpreta para articular un autoritarismo que instituye la obediencia filial del “xiao” –devoción a padres y ancestros– como clave de la cohesión social. Al proyectar esa obediencia familiar al ámbito estatal, cuestionar al líder se percibe como falta moral que traiciona el orden natural. El concepto de “li” –normas rituales que rigen las interacciones–, refuerza la disciplina, mientras que la figura del “junzi” –gobernante virtuoso– legitima un poder ejercido solo por quien, teóricamente, demuestre sabiduría y rectitud.

En la práctica contemporánea, el Partido Comunista rescata y reinterpreta esos preceptos. Las campañas de “educación moral” en los Institutos Confucio del mundo son herramientas de propaganda que promueven la unidad, sacrificio y deber colectivo, silenciando la crítica al poder injusto confucionista. La lealtad al Estado se convierte en imperativo ético, reforzado en escuelas y redes sociales que premian el conformismo y marginan la disidencia.

El control se intensifica con la vigilancia digital y una economía supervisada masivamente, reforzando la idea de inexistencia de alternativas viables. La ausencia de espacios públicos libres, con millones que disfrutan los logros tangibles –ciudades seguras, transporte ultrarrápido, acceso al crédito–, convierte en tolerables las restricciones al asociarlas con un orden que ofrece resultados concretos. Cualquier experimento democrático occidental evocaría el caos frente a un modelo chino que opera con eficacia y continuidad histórica.

Sin embargo, un atisbo de cambio es posible: la generación pos-noventa, nacida en un entorno algo más abierto, lejano a Mao, podría acceder a la cúpula con una mirada menos rígida. Sin abrazar el liberalismo, podrían entender que un margen de debate y autonomía puede fortalecer al régimen, mejorando su credibilidad internacional. En un mundo donde la democracia liberal muestra grietas y el globalismo iliberal gana terreno, una China “menos cortante” podría presentarse como alternativa: un autoritarismo capaz de ofrecer prosperidad compartida y un relato moral basado en un confucianismo social renovado.

La continuidad del régimen chino descansa sobre un delicado equilibrio entre promesas económicas y sustentos filosóficos. Mientras el Partido Comunista mantenga la percepción de que “orden y riqueza” van de la mano con obediencia a nivel superior como deber moral, la población seguirá dispuesta a soportar –e incluso proteger– un sistema autoritario que, paradójicamente, se nutre de antiguas enseñanzas confucianas para garantizar la supervivencia del sistema, silenciando la crítica al líder.

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