Aquella tarde en Cesárea de Filipo, Jesús y sus discípulos se sentaron a descansar y Jesús se sentó con ellos. Estaban bastantes cansados pues habían estado recorriendo toda la región predicando y curando a los enfermos. Jesús se sentía un poco decepcionado porque, pese a que los ciegos veían y los cojos andaban, esto es, pese a la gran cantidad de milagros que realizaba, las multitudes que lo seguían no llegaban a entender bien su mensaje de salvación y que Él era el mesías esperado. La gran mayoría de la multitud le querían coronar nada menos que rey de Israel. Ya cansado de todo ello, y conociendo lo que pensaba la gente, Jesús les pregunta directamente a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”. Los discípulos se miran entre ellos como preguntándose quien era el valiente que se animaba a responder esa pregunta. Ninguno abre la boca, hasta que uno de ellos cumple con mencionarle a Jesús lo que dice la gente sobre Él: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Es entonces cuando Jesús pregunta nuevamente, pero esta vez se trata de una pregunta directa, personal para cada uno de ellos: “Y vosotros, ¿quién decís que yo soy”? Un silencio sepulcral envolvió a los discípulos. Esta ya era una pregunta más comprometedora sobre lo que cada uno de ellos piensa o cree que es Jesús. Ante ese silencio tan incómodo, Simón Pedro suelta valientemente en voz alta lo que él cree: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Jesús lo miró con mucho cariño y casi con una leve sonrisa le respondió: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. Y mirándole directamente a los ojos le dice: “Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto ates en la tierra, será atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mateo 16, 13-19). Pedro sabía que Jesús era el Hijo de Dios, el Cristo, el mesías. Ya en otra ocasión Pedro le manifestaría a Jesús, cuando éste les pregunta a sus discípulos si al igual que muchos seguidores, ellos también lo abandonarían. Y es Pedro nuevamente que responde: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. Siempre Pedro, sacando la cabeza por los demás.
Desde ese instante, Pedro quedará instituido como el primado, cabeza de los apóstoles y cabeza de la Iglesia que el mismo Cristo está fundando. Lo más probable es que Pedro en esos momentos aún no sea consciente de lo que Jesús le está diciendo y de los alcances de sus palabras. A muchos les costó entender por qué Jesús nombra primado a Pedro. Jesús sabía perfectamente que poco tiempo más adelante, Pedro lo negaría tres veces públicamente, pero también sabía que se arrepentiría amargamente y pediría perdón por ello. También sabía que desde el momento que sea Jesús apresado y durante toda su pasión, Pedro huiría cobardemente y se escondería con los demás discípulos por temor a los romanos. Solo el adolescente Juan estaría al pie de la cruz al lado de María, la madre de Jesús. Sin embargo, una vez resucitado Jesús, Pedro y Juan saldrían corriendo hacia la tumba para constatar la resurrección de Jesús. Juan, más joven y rápido, llegaría primero, pero no entraría a la tumba. Esperaría por respeto a Pedro, al primado, para que éste ingrese primero a la tumba vacía. Juan al observar los lienzos doblados, vio y creyó. Lo mismo Pedro. Luego de la resurrección de Jesús, éste le preguntaría a Pedro si lo amaba más que los demás discípulos, a lo cual Pedro respondería afirmativamente, por lo que Jesús le dice por tres veces consecutivas: “apacienta mis ovejas”, esto es, le encarga el rebaño, la Iglesia entera a Pedro, al primado.
Sin embargo, será recién después de Pentecostés, esto es, después de la venida del Espíritu Santo, en que todos los discípulos verán todo claro, y fortalecidos, saldrán valientemente, ahora sí, a predicar sin temor alguno, la buena nueva anunciada por Jesús; y Pedro, además, recién entendería el primado que aquella tarde en Cesárea de Filipo, le otorgara Jesús.
Entonces ¿Cuál es la misión que Jesús le encargó a Pedro como primado y, por ende, a todos los sucesores que vendrían después de Pedro? Pedro como primer Papa y todos los demás papas que vendrán después de Pedro, serán vicarios de Cristo, esto es, representantes de Cristo en la tierra. El papa es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles. Al ser vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, un Papa tiene la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad.
A raíz de la muerte del Papa Francisco, ha comenzado toda una lluvia de publicaciones, opiniones, juicios, referencias y pareceres sobre Francisco de lo más vario tintos, que demuestran que no se tienen la menor idea de lo que constituye un Papa y de la misión que todo Papa tiene. El Papa no es un político más, ni una especie de líder social o funcionario público como otros. Si bien también es jefe de Estado, del Estado del Vaticano, su principal labor no es la de jefe de Estado, sino el constituir la cabeza de la Iglesia fundada por el mismo Dios hecho hombre, Cristo. Como bien señaló el cardenal Robert Sarah en una reciente entrevista: “La iglesia no es una organización social que responde a los problemas de la migración o la pobreza, la Iglesia tiene un propósito Divino, salvar el mundo”. De allí que la Iglesia no es una ONG ni el Papa su administrador, gerente o director. Jesús es el fundador de la Iglesia y el Papa es el vicario de Cristo, su representante encargado de cuidar esa Iglesia, a sus pastores y a los miles de feligreses. Su objetivo es netamente espiritual, la salvación de las almas a través de Jesús y su mensaje. Si la Iglesia se queda en lo meramente social, de ayuda a los pobres etc. no es que eso esté mal, sino que habrá olvidado su esencia, esto es, el centro de todo que es el mismo Cristo, Dios hecho hombre.
Como bien comenta Sarah: “Si Cristo no habita dentro de la Iglesia de forma visible, tangible, sacramental, entonces ¿qué buena noticia tenemos que ofrecer al mundo? ¿cuál es el sentido de la evangelización? Cuando los cristianos olvidan por qué son cristianos, la comunidad entra en decadencia, se olvidan del Evangelio y pierden de vista su propósito.” De allí que Cristo es la esencia de la Iglesia y todo Papa debe cuidar el mensaje de Cristo y difundirlo, pues Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida. Esta es la razón de ser de todo Papa. La misión del pescador. Los cristianos no deben olvidar que Cristo es el centro y raíz de la vida interior de todo cristiano católico y el Papa como pastor y vicario de Cristo, debe así recordárnoslo. Esa es su misión como “pescador de hombres”. No politicemos al Papa ni lo reduzcamos a un mero político más. Como bien concluye Sarah: “El centro de la Iglesia no es la administración vaticana. El centro de la Iglesia está en el corazón de cada hombre que cree en Jesucristo, que reza y adora. El centro de la Iglesia está en el corazón de los monasterios. El centro de la Iglesia está, sobre todo, en cada tabernáculo porque Jesús está presente. No podemos juzgar a la Iglesia con criterios mundanos. Las encuestas no tienen nada que ver con ella. La Iglesia no está para influir en el mundo. La Iglesia repite las palabras de Jesús: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Juan 18, 37).
Recemos por el Papa Francisco y recemos especialmente por el próximo Papa. Dejen de lado las divagaciones, conjeturas, confabulaciones, encuestas, listados de “Papas papables”, etc. y déjense de “etiquetar” a los cardenales electores como de “derecha”, “izquierda”, “progres”, “ortodoxos”, “conservadores”, “ultras”, etc., pues estos términos politizados e ideologizados no aplican en la Santa Madre Iglesia. Tengan fe, confíen y dejen “trabajar” al Espíritu Santo, que finalmente será quien inspire a los cardenales electores para elegir a quien Dios señale como nuevo Papa. Al final… Dios no pierde batallas.