OpiniónDomingo, 4 de mayo de 2025
La divinidad de un cónclave, por Alfredo Gildemeister

Aún recuerdo aquel atardecer del lunes 16 de octubre de 1978. Me encontraba en Madrid, con mi madre y mis hermanos. Era mi primer viaje a Europa. Mi madre había realizado exitosamente una exposición de pintura en Lima, su primera individual, vendiendo todos sus óleos. Con ese dinero, mi madre nos llevó a España y a Francia a mis dos hermanos y a mí. Tenía 18 años. Salimos de Lima con el recuerdo aún reciente de la muerte de Paulo VI y la elección de Juan Pablo I. Tenía aun el grato recuerdo del “Papa de la sonrisa”. Al fin un Papa que sonreía. Paulo VI había sido un Papa muy serio y formal, al igual que sus antecesores italianos. Llegamos a París y nos alojamos en una hermosa casa de tres pisos, de una familia francesa amiga de mis padres, en el barrio de Asnieres, al norte de Paris. Ese mismo día comenzamos a caminar, conocer, disfrutar de tan bella ciudad y de todos sus monumentos y cultura, comiendo poco porque andábamos ajustados de dinero (bajé quince kilos en ese viaje). Un buen día empezamos a ver por todas las calles y bulevares, posters y retratos de Juan Pablo I en postes y paredes. Nos dio gusto apreciar lo popular y querido que era el Papa en París y por ende en Francia. Luego de unas dos semanas en Paris, un buen día le comenté al Sr. Barreau, el dueño de la casa en donde vivíamos, lo popular que era el Papa Juan Pablo I en Francia. Me miró con asombro y comentó: “¿No os habéis enterado? ¡El Papa falleció repentinamente hace una semana!” Nos quedamos helados. No sabíamos nada. Obviamente en un viaje no leo periódicos, ni veo TV y menos en francés. Me dio muchísima pena pues en los 33 días que duró su pontificado, Juan Pablo I -hoy beato- se había ganado el cariño de muchos. No podía entender como había muerto cuando no estaba enfermo y se le veía muy sano.

Un par de días más tarde, viajamos a Madrid y nos alojamos en casa de una amiga peruana de la infancia de mi madre. Vuelvo al atardecer de aquel lunes 16 de octubre de 1978, fecha que nunca olvidaré. Veíamos por la televisión española el desarrollo del cónclave en Roma. Los cardenales electores, luego de la repentina muerte de Juan Pablo I, habían tenido que urgentemente volver nuevamente a Roma a otro cónclave, para volver a elegir un Papa. Repentinamente vemos la fumata blanca saliendo de la chimenea instalada en la capilla Sixtina. Pasados unos minutos, la plaza de San Pedro quedó atiborrada de gente. ¿Quién será? se preguntaban todos. La multitud miraba el gran balcón que daba a la plaza. Repentinamente se abren las puertas, aparecen varios cardenales, con el cardenal camarlengo al centro, y anuncia el esperado “Habemus Papam… Cardinale Wojtyla”. ¿Quién es? Luego dijeron que era ¡Un Papa polaco! Y que había elegido el nombre de Juan Pablo II. A los pocos segundos aparece el nuevo Papa. Dice unas breves palabras: “no sé si podré explicarme bien en vuestra... nuestra lengua italiana; si me equivoco, me corregiréis", y se mete al bolsillo al público presente en la plaza y a los que lo ven en los televisores de todo el mundo. Al instante un escalofrío corrió por mi espalda. Algo me decía que este Papa sería muy diferente a los anteriores, será extraordinario y muy especial. Sin embargo, muchos se preguntaban ¿Por qué un Papa polaco y no italiano como era lo tradicional?...

La respuesta a esta pregunta es de orden sobrenatural y espiritual. Sólo el Espíritu Santo lo sabe. Los años de pontificado de Juan Pablo II -hoy santo- y los importantes acontecimientos ocurridos durante el mismo, lo explicarán y darán sentido a su elección. El Espíritu Santo ve y sabe lo que nosotros no vemos ni sabemos. Elige al mas indicado, no al mas popular, carismático o simpático. Elige, repito, al indicado, al mas adecuado para los signos de los tiempos venideros. Los cardenales electores son y serán -aunque alguno de ellos quizá no lo crea- meros instrumentos de la Providencia Divina. Años más tarde, lo mismo ocurrirá con la elección de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) ¿Un Papa alemán? Y peor aún con Jorge Bergoglio (Francisco) ¿Un Papa argentino?

De allí la divinidad de un cónclave. No se trata de una elección más, al estilo de unos comicios presidenciales o legislativos -como los que tendremos en el Perú el próximo año- sino de una elección muy especial o particular en donde interviene la divinidad. En un cónclave, si bien votan los cardenales electores -seres humanos comunes y corrientes- la intervención divina es clara y manifiesta. Quizá uno no se percate de ello al momento de la elección del nuevo Papa, en donde el mundo en un principio no entenderá dicha elección, tal como sucedió con Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. Al igual que Cristo eligió a Pedro como su primado y primer Papa, esto es, una elección que para los ojos de la sociedad actual sería un error, absurda, pues eligió a un pescador ignorante, pobre, humilde, cobardón y sin títulos, instrucción ni preparación alguna. El Espíritu Santo elegirá en el cónclave que se inicia el próximo miércoles 7 de mayo, al Papa más adecuado, idóneo, para los próximos diez o quince años, lo que dure el nuevo Papa.

Que quede pues claro, que un cónclave no es un proceso electoral más, una elección con contenido político como cualquier otra, como el que se da en un Estado democrático. Esto es muy diferente. La Iglesia no es un partido político. Se trata de una elección en donde, repito, la intervención divina es una realidad manifiesta, además de la intervención de los cardenales electores que actuarán como meros instrumentos de la Providencia Divina, les guste o no, lo crean o no. La verdadera dimensión e importancia de un cónclave no es fácil de entender, pues Dios tiene su propia “lógica” y manera de actuar, muy diferente a como actuaría cualquier ser humano. “Dios escribe derecho en renglones torcidos” decía mi abuela. En estos días se ven diversas publicaciones, opiniones, encuestas, listas de cardenales “papables”, referencias, divagaciones, conjeturas, confabulaciones y pareceres sobre los posibles “resultados” del próximo cónclave. Todo esto solo demuestra que no se tienen la más mínima idea de lo que constituye un cónclave y de su trascendencia divina. Se quiere reducir al cónclave a un mero proceso electoral político. Recordemos que un Papa no es un líder político, etiquetable como de izquierda, derecha, centro, ultra, progre, ortodoxo o conservador, ni una especie de líder político social o revolucionario o un mero funcionario público de alto nivel como otros. Si bien también es jefe de Estado, su principal función no es ser jefe de Estado, sino ser el vicario de Cristo, el represente de Cristo en la Tierra y la cabeza de la Iglesia fundada por el mismo Dios hecho hombre, Cristo. Como bien decía Santa Catalina de Siena, el Papa es “el dulce Cristo en la Tierra”.

De allí que, en conclusión, en el próximo cónclave seremos testigos, una vez más, de algo extraordinario por su divinidad. La elección de un Papa que continúe guiando a la Iglesia en su misión divina: la salvación de las almas y del mundo, manteniendo y respetando con fidelidad el mensaje y la doctrina que Cristo nos dejó. Como ya les indicara la semana pasada: tengan fe, confíen y dejen “trabajar” al Espíritu Santo, que finalmente será quien inspire a los cardenales electores para elegir a quien Dios señale como nuevo Papa.