PortadaDomingo, 18 de mayo de 2025
Boluarte y el laberinto de la crisis

Desde el momento en que Dina Boluarte asumió la presidencia de la República del Perú, en diciembre de 2022, tras la fallida intentona golpista de Pedro Castillo, su mandato ha estado marcado por la precariedad, el rechazo ciudadano y una legitimidad profundamente cuestionada. Lejos de consolidarse como una figura de unidad o de transición, Boluarte se ha visto envuelta en una espiral de crisis políticas, sociales e institucionales que, a dos años de su llegada al poder, parecen haber erosionado por completo su capacidad de gobernar.

El último capítulo de esta crisis se escribió con la salida de Gustavo Adrianzén del cargo de presidente del Consejo de Ministros, una movida que intentó evitar una censura inminente por parte del Congreso. Su reemplazo, Eduardo Arana, exministro de Justicia, ha sido percibido como una figura reciclada dentro de un gabinete que no logra renovarse ni ofrecer señales claras de cambio. Pese a las expectativas de una reestructuración real del Ejecutivo, Boluarte optó por ratificar a la mayoría de ministros, generando aún más indignación tanto en la ciudadanía como en los diversos sectores políticos.

Una presidenta sin base

Boluarte ha gobernado sin bancada propia, sin partido político que la respalde orgánicamente, considerando que ella llegó al poder gracias a los hilos de Perú Libre. Sin embargo, el partido del corrupto Vladimir Cerrón le dio la espalda. A eso se suma un Congreso que, si bien ha evitado enfrentarla directamente en algunas coyunturas, le ha retirado toda confianza efectiva. Este aislamiento institucional ha sido evidente en episodios recientes, como la negativa del Legislativo a autorizarle viajes oficiales al extranjero, incluyendo uno al Vaticano. El mensaje político es claro: Boluarte carece de legitimidad real y de una coalición mínima que le permita implementar políticas públicas coherentes o responder a las múltiples crisis que azotan al país.

La respuesta de la ciudadanía tampoco ha sido más favorable. Según recientes encuestas, la aprobación de Boluarte no supera el 7 % a nivel nacional, y en algunas regiones como el norte del país ha llegado incluso a marcar 0 %. Estos números no solo representan un récord de impopularidad, sino que reflejan la profunda desconexión entre el Ejecutivo y la población.

Este rechazo tiene múltiples causas: su rol en las protestas sociales que dejaron más de 60 muertos en los primeros meses de su gobierno; su falta de capacidad para articular una agenda política clara; y la constante improvisación y rotación de ministros que han convertido al Consejo de Ministros en una puerta giratoria. A la fecha, ha nombrado a más de 66 ministros en 28 meses de gestión y ha cambiado de primer ministro en cuatro ocasiones.

El Congreso: cómplice y antagonista

Aunque Dina Boluarte ha sobrevivido políticamente gracias a un Congreso fragmentado, su relación con el Legislativo es contradictoria. Si bien el Parlamento la ha blindado en momentos clave —sobre todo frente a las denuncias de violación de derechos humanos y uso excesivo de la fuerza—, también ha sido un factor de bloqueo y desgaste permanente.

El rechazo del Congreso al nuevo gabinete, encabezado por Eduardo Arana, refleja ese juego político en el que el Legislativo no está dispuesto a asumir el costo de una vacancia presidencial, pero sí continúa debilitando al Ejecutivo para mantener una posición de poder hegemónica en el escenario político nacional.

Las recientes declaraciones de congresistas de nueve bancadas pidiendo cambios en el gabinete tras conocerse los resultados de la encuesta Datum —que reveló apenas un 3 % de aprobación para Boluarte— evidencian que incluso sus supuestos aliados parlamentarios están marcando distancia. Sin embargo, esta presión no ha sido acompañada de propuestas claras de salida institucional o de gobernabilidad, lo que prolonga la parálisis del Estado.

La inercia como política de Estado

En medio de esta tormenta política, la respuesta de Boluarte ha sido la inercia. En lugar de convocar a un gran acuerdo nacional, impulsar reformas urgentes o dialogar con actores sociales y políticos, su gobierno ha optado por la supervivencia burocrática: cambios superficiales de ministros, discursos vacíos sobre estabilidad y una agenda pública sin rumbo ni prioridades claras.

El país sigue enfrentando crisis estructurales: la inseguridad ciudadana se ha incrementado en todo el territorio; los servicios públicos como salud y educación continúan colapsados; y la economía, aunque estable en sus indicadores macroeconómicos, no genera empleo digno ni reduce la pobreza de manera sostenida. Frente a todo ello, el gobierno de Boluarte se ha mostrado indiferente o incapaz.

La falta de liderazgo también se expresa en la forma en que se han manejado conflictos sociales como el ocurrido en Pataz, donde fueron asesinados 13 mineros a manos de sicarios, en un caso que destapó redes de crimen organizado y la ineficacia del Estado para proteger la vida de los ciudadanos. Este hecho fue una de las razones centrales por las que se activó la moción de censura contra Adrianzén.

¿Renuncia o vacancia?: un falso dilema

Ante este escenario, sectores de la oposición, analistas y organizaciones sociales han planteado la salida de Boluarte como una solución a la crisis. Sin embargo, es importante advertir que la renuncia o la vacancia no resolverán los problemas estructurales que enfrenta el país. Cambiar de presidenta sin modificar las reglas de juego solo prolongará el ciclo de inestabilidad que arrastra el Perú desde hace al menos siete años.

El problema no es únicamente Boluarte. Es la ausencia de un sistema político funcional, con partidos representativos, instituciones sólidas y mecanismos de control ciudadano. En ese sentido, pedir la vacancia puede ser una medida legítima, pero no una solución sostenible si no va acompañada de reformas profundas: reforma electoral, reforma total de la justicia y lucha contra la corrupción.

Boluarte debería entender que su margen de acción política se ha agotado y que lo más responsable sería convocar a un acuerdo nacional que le permita adelantar elecciones generales, en un marco de respeto constitucional y de transición ordenada. Cualquier intento de perpetuarse en el poder o de gobernar ignorando el rechazo popular solo agravará la crisis.

El país no puede seguir estancado

Mientras la clase política sigue atrapada en cálculos personales y disputas de poder, el país real continúa hundiéndose en la desesperanza. Millones de peruanos han perdido la fe en las instituciones y en la posibilidad de un cambio democrático. La desafección política se expresa en el alto porcentaje de ciudadanos que no confían en ningún actor del sistema.

Es urgente romper este círculo vicioso con propuestas concretas y liderazgos comprometidos. No se trata solo de pedir que Boluarte se vaya, sino de construir una salida colectiva, democrática y viable. El Perú necesita refundar su pacto social y político, y eso no será posible mientras se sigan reciclando los mismos actores y estrategias fallidas.

Boluarte pasará a la historia como una presidenta sin respaldo, sin partido, sin pueblo. Pero su salida no será suficiente si no se asume que el problema es más profundo.


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