Soplan vientos fuertes, ricos en acontecimientos, difíciles de discernir en medio del ruido y alboroto que provocan. El orden que rigió las últimas décadas se desvanece y uno nuevo empieza a tomar forma. La muerte del papa Francisco y la designación del cardenal Robert Francis Prevost, nacido en Chicago y con doble nacionalidad estadounidense y peruana, como papa, es uno de esos acontecimientos cargados de simbolismo que marcan un antes y un después en la historia.
Durante los meses finales del pontificado de Francisco, diversos sectores de la prensa sostenían —unos extasiados y otros abrumados— que el gran número de cardenales que designó determinaba que, de aquí en adelante, la Iglesia sería progre y que sus sucesores lo emularían. Falso temor o vana ilusión, según sea el caso. La realidad es que, una vez sentados en el cónclave, los cardenales no le deben nada a nadie. Ejercen su autoridad y eligen a quien crean correcto para el momento que se vive. Conversan entre ellos, intercambian ideas y forman consensos que van cristalizándose, hasta que sale humo blanco de la Capilla Sixtina.
El Vaticano es una especie de monarquía electiva con casi 2000 años de antigüedad. En términos laicos, los cardenales son príncipes herederos y encargados de elegir a su futuro emperador. Poco les importan las fulminaciones de la página editorial del New York Times, los tweets de Paola Ugaz o las imprecaciones y adulaciones facciosas de ateos cuyo sueño húmedo es la desaparición de la Iglesia y su reemplazo por el culto al Estado, la ONU, las ONG y sus dispensadores burocráticos de dinero.
Al convertirse en papa, el cardenal elegido lo primero que hace es adoptar un nuevo nombre. Bergoglio escogió uno nunca antes utilizado. Quiso comunicar humildad, pero, de paso, se distanció de sus predecesores y de las tradiciones, como si buscara un nuevo comienzo (lo cual no es muy humilde que digamos, valga la contradicción). Prevost optó por León XIV, reflejando una interesante lectura de los desafíos contemporáneos, un rescate de la tradición (sin ahogarse en ella) y el reconocimiento de que es el continuador no tanto de Francisco, sino de todos sus predecesores.
La realidad actual es que la inteligencia artificial amenaza con transformar la sociedad, profundizando los cambios causados por la tecnología de la información durante los últimos cuarenta años. Al mismo tiempo, ideologías ateas y totalitarias avanzan confiadas en su victoria, convencidas de que el futuro les pertenece y de que el catolicismo es un mero anacronismo próximo a expirar, mientras adulan vergonzosamente al islam.
Estoy convencido de que estas fuerzas serán ignominiosamente aplastadas. La Iglesia católica, con sus 2000 años de historia, ya le ganó la partida al Imperio romano, a todos los invasores bárbaros, convirtió a los paganos del norte de Europa, evangelizó la América hispana, frenó al islam, sobrevivió a la Reforma y perseveró hasta hoy, por lo que despachará, en su debido momento, a los arrogantes profesores de la Ivy League y sus estudiantes histéricos.
Para lograrlo, la Iglesia debe seguir renovándose, dentro de la doctrina católica, claro está. Tomar el nombre León es un paso en la dirección correcta. León XIII fue uno de los papas de mayor recordación. Los progres, que solo buscan agua para su molino, señalan que fue crítico del capitalismo liberal del siglo XIX, olvidando que también lo fue del comunismo, por ser conculcador de la libertad y de la propiedad, y por ende, de la capacidad de los trabajadores de retener el fruto de su trabajo. León XIII fue el papa de la Revolución Industrial y desarrolló lo que se conoce como la Doctrina Social de la Iglesia, vigente hasta hoy y que nada tiene que ver con el marxismo ni con aberraciones modernistas como la Teología de la Liberación.
Además del significado de su nombre, León XIV ha pausado y retrocedido en los ataques a la misa en latín, que recrudecieron en la etapa final de Francisco y que causaban desconcierto en sectores tradicionalistas de la Iglesia, dañando su unidad. También ha dejado claro que no se apartará un centímetro de la ortodoxia. No habrá sacramento matrimonial para parejas del mismo sexo ni sacerdotisas, mucho menos festejos para transexuales. El Catecismo católico no variará.
El papa nunca será furgón de cola de Trump, pero la realidad es que Trump, con todos sus defectos, defiende la libertad religiosa en Estados Unidos y se opone al avance desenfrenado del aborto y de la ideología de género. El Partido Demócrata contemporáneo, a pesar de tener líderes nominalmente católicos (Biden, Pelosi), es hoy un enemigo de la religión y de lo que esta verdaderamente representa. En ese sentido, Trump puede ser uno de esos instrumentos sorprendentes que, en medio de fallas personales abrumadoras, cumplen roles importantísimos en derrotar a los enemigos de la Iglesia.
León XIV no festejará el celo con el que se deporta a los inmigrantes ilegales, no tanto por la deportación en sí misma, sino por el cuidado de la dignidad humana, valor católico fundamental, lo que puede conducir a que se valore más cómo la inmigración hispánica enriquece el entramado gringo. Las interacciones que pueden suscitarse entre ambos pueden ser trascendentales y difíciles de anticipar en este momento. Ayudará a vigorizar la Iglesia católica en Estados Unidos y quizá sea una de las chispas de un nuevo despertar religioso en el gigante del norte. Pero, a diferencia de los anteriores, este será católico.
Finalmente, mientras que Francisco fue contemporizador con la ola progre, todo indica que León XIV no lo será. La mentira del woke cansa. Los hombres son hombres y las mujeres, mujeres. No son intercambiables. Quizá las víctimas del arrebato progre de la última década incluyan a la Iglesia anglicana (cuya razón de ser fue deshacerse de Catalina de Aragón) y a las sectas episcopales con banderas multicolor y bancas vacías. Como contrapartida, veremos un retorno del catolicismo recio, con ímpetu evangelizador, cansado de los tibios y de la capitulación permanente ante unos islamistas que se creen, prematuramente, los nuevos dueños de Europa.