El primer paso para el control social en un régimen autoritario es controlar la palabra. En Rusia, publicar una opinión contraria a la "operación militar especial" puede significar la cárcel. En China, un simple comentario en redes sociales puede desaparecer junto con el usuario que lo escribió. En Irán, burlarte del clero puede costarte la vida. Pero el verdadero peligro es que ciertas democracias utilicen la “regulación digital” para disfrazar mecanismos similares, amparados en una supuesta “protección frente al discurso de odio” o “prevención del daño”.
El caso del Reino Unido es paradigmático. Unas 30 personas son arrestadas diariamente por publicaciones en línea bajo la ley “Communications Act de 2003”. No hablamos de terrorismo, espionaje o amenazas directas, sino de comentarios ofensivos, sarcasmos, memes o críticas políticas. Un ciudadano fue detenido por quejarse de la escuela de su hija en WhatsApp. Otro, por usar un disfraz inapropiado en Halloween. Una mujer fue procesada por citar la Biblia en relación con la homosexualidad. Ser “groseramente ofensivo” o enviar mensajes “maliciosos” tiene consecuencias desproporcionadas: ciudadanos comunes enfrentando registros domiciliarios, detenciones prolongadas, juicios en tribunales y procesos penales por expresar opiniones impopulares en WhatsApp o Facebook. Estos episodios no ocurren en Turquía, Cuba, Nicaragua o Venezuela. Ocurren en Londres, Cardiff o Manchester.
Las democracias están importando métodos autoritarios de control preventivo, donde el problema no es lo que se dice, sino hablar fuera de lo permitido. Así como en China todo lo que circula pasa por filtros ideológicos, en Europa y Reino Unido las plataformas digitales son obligadas a eliminar contenidos ambiguos por temor a multas millonarias amparadas en normas como la Ley de Servicios Digitales (DSA) europea o la Communications Act británica. No hay censores oficiales, existen algoritmos, departamentos legales y policías que patrullan el lenguaje.
Se argumenta que estas medidas protegen a la sociedad frente al odio, desinformación y extremismo. Pero los regímenes autoritarios son el referente para entender hasta dónde es posible llegar. En nombre del “bien común” o la “estabilidad”, se normaliza el castigo al disenso. Igual que en los regímenes autoritarios, el Estado, con un marco legal opaco, interpretativo y sin frenos reales tiene la potestad de decidir qué puede o no decirse.
La diferencia es que en los regímenes autoritarios la represión es abierta, mientras que en las democracias el castigo administrativo se “justifica” como bienintencionado. Pero el efecto es el mismo: instalar el miedo a hablar, convertir la autocensura en rutina, condicionando la libertad de los ciudadanos. Si hoy se detiene a alguien por una burla, mañana será por una crítica, luego simplemente por discrepar.
Lo más preocupante es que este fenómeno no nace de un dictador, sino de la tecnocracia, burocracia, presión mediática y legislación mal diseñada; un autoritarismo encubierto para controlar, sin golpes de Estado, limitando la autonomía del pensamiento.
Una sociedad que no comprende que la libertad de expresión incluye el derecho a incomodar, pierde su capacidad para defenderse. No es casualidad que China y Rusia promuevan modelos de “soberanía digital” en Naciones Unidas, buscando legitimar el control total sobre los contenidos en línea. Además, los avances de Occidente en esa dirección debilitan su autoridad moral para denunciar la censura en otras latitudes.
Silenciar a los ciudadanos con artificios legales es renunciar a la esencia de la democracia, olvidando que uno de sus rasgos principales es el pluralismo y libre debate. De no revertirse esta tendencia, nos encontraremos con sistemas que operen bajo la lógica autoritaria, con métodos supuestamente “democráticos”.