A menos de un año para las elecciones presidenciales de 2026, el Perú se enfrenta a una encrucijada política que podría marcar un antes y un después en su historia republicana. Golpeado por una década de inestabilidad institucional, presidentes efímeros, congresos fragmentados y un descontento social que parece haberse convertido en la norma, el país comienza a mirar con escepticismo —y en muchos casos, con hastío— a sus tradicionales representantes políticos.
Desde el fallido intento del progresismo por consolidar una agenda de cambio —que terminó siendo, en muchos casos, una acumulación de promesas ideológicas desvinculadas de la realidad nacional— hasta el renacimiento de un discurso más conservador, ordenado y con énfasis en el pragmatismo económico, el tablero político ha comenzado a reorganizarse.
Con la izquierda fragmentada y desgastada por sus propias contradicciones, y el centro político sin un liderazgo claro, emergen con mayor fuerza opciones que se presentan como “el nuevo orden”, que proponen una vuelta a valores tradicionales, disciplina fiscal, combate directo a la inseguridad y a la corrupción sin miramientos. Entre ellos, dos nombres destacan: Rafael López Aliaga, actual alcalde de Lima y líder de Renovación Popular, y Phillip Butters, comunicador y empresario que ha hecho de su discurso directo y confrontacional una carta de presentación política.
La izquierda peruana —o al menos la que se ha intentado consolidar en los últimos años bajo el paraguas de partidos como Perú Libre, Juntos por el Perú o Nuevo Perú— ha pasado de ser una promesa de transformación social a una fuente constante de decepción ciudadana. El caso de Pedro Castillo, electo presidente en 2021 bajo una ola de hartazgo con la clase política tradicional, fue quizás el punto más alto (y más fugaz) de esta narrativa.
Castillo llegó con la promesa de una nueva Constitución, mayor participación del Estado en la economía, y una revalorización del mundo andino y rural. Sin embargo, su gobierno fue rápidamente consumido por acusaciones de corrupción, improvisación administrativa y luchas internas. A ello se sumó la falta de cuadros técnicos y una incapacidad crónica para gobernar más allá del discurso. El resultado fue un mandato interrumpido y un regreso abrupto al orden institucional que paradójicamente el mismo progresismo criticaba.
Más allá de Castillo, otros rostros de la izquierda tampoco lograron consolidar una alternativa sólida. Verónika Mendoza, tras años de posicionarse como una figura progresista moderna, fue incapaz de construir un proyecto político. El progresismo, en lugar de renovarse, pareció repetirse: propuestas maximalistas, discursos identitarios alejados de la vida cotidiana del ciudadano promedio, y una desconexión creciente con la agenda real del país —inseguridad, empleo, educación de calidad, infraestructura básica.
Todo esto ha generado una percepción generalizada de que la izquierda, lejos de traer soluciones, ha encallado en sus propias consignas, mientras el Perú sigue esperando políticas públicas eficaces y líderes con visión de Estado.
En el actual contexto de desconfianza hacia los partidos tradicionales y el descrédito del progresismo, han comenzado a consolidarse liderazgos con discursos más directos, confrontacionales y orientados hacia una recuperación del orden, la autoridad y el libre mercado. Dos figuras en particular concentran la atención pública y mediática: Rafael López Aliaga y Phillip Butters.
Ambos, desde espacios distintos —uno desde la gestión municipal, el otro desde la tribuna radial—, han construido una narrativa política que canaliza el malestar ciudadano con la inseguridad, el desgobierno, la ideología de género, el estatismo ineficiente y la informalidad sin control.
Desde su elección como alcalde de Lima en 2022, Rafael López Aliaga ha buscado posicionarse como una figura de autoridad, defensor de la “Lima que trabaja”, con un discurso que mezcla religión, empresa privada, anticorrupción y mano dura contra la delincuencia.
Su estilo es impetuoso, polémico y, para muchos, necesario en un país donde la burocracia suele bloquear hasta los proyectos más urgentes. Ha prometido ejecutar obras de gran envergadura sin endeudar al Estado, impulsar asociaciones público-privadas y combatir frontalmente mafias municipales y estructuras de corrupción enquistadas en la capital.
Pero también ha sido criticado por su estilo confrontacional, su rechazo a políticas progresistas como la educación con enfoque de género, y su inclinación a gobernar desde la lógica de la moral católica. Sus detractores lo acusan de autoritarismo, pero sus simpatizantes ven en él a un líder que “no se arrodilla” ante el sistema y que habla sin eufemismos.
De cara al 2026, López Aliaga cuenta con una maquinaria partidaria (Renovación Popular), una base electoral fiel, y un discurso que conecta con amplios sectores de clase media emergente y zonas populares, hastiadas de promesas vacías y exigentes de resultados concretos.
Phillip Butters ha sido durante más de una década una de las voces más polémicas de la radio y televisión peruana. Su estilo frontal, sin filtros, y su constante confrontación con el progresismo, la “agenda caviar” y lo que él llama el “Estado fallido” le han permitido construir una identidad mediática fuerte.
En los últimos años, Butters ha dado señales claras de querer trasladar su discurso del micrófono al poder político. Ha coqueteado con la idea de una candidatura presidencial, ha formado alianzas con sectores conservadores y empresariales, y ha planteado una agenda basada en el “shock de orden”: seguridad ciudadana con intervención militar, reducción drástica del tamaño del Estado, defensa de valores tradicionales y control del gasto público.
A diferencia de López Aliaga, Butters no proviene de una estructura partidaria ni tiene experiencia en gestión pública. Pero su capital político está en su capacidad para comunicar problemas complejos. Para muchos ciudadanos, representa el “sentido común” frente a la tecnocracia estéril o al activismo ideológico. Su posible entrada en carrera remecería el tablero y podría obligar a los demás candidatos a debatir en el terreno que él domina: la agenda concreta del ciudadano común.
Lo que une a López Aliaga y Butters no es solo su orientación política hacia la derecha, sino su capacidad para leer el hartazgo del ciudadano promedio, ese que se siente abandonado por el Estado, acosado por la delincuencia, traicionado por sus gobernantes y manipulado por discursos que prometen equidad, pero no arreglan las pistas ni dotan de medicinas los hospitales.
Esa capacidad de interpelar a la calle, sin pasar por los filtros del lenguaje políticamente correcto, ha marcado una nueva forma de hacer política en el Perú. ¿Es peligrosa? ¿Es populista? ¿O simplemente es una reacción al vacío que han dejado los que estuvieron antes?
Lo cierto es que, de seguir creciendo en las encuestas, estos liderazgos podrían representar una oportunidad para reconfigurar el poder en el país y romper con décadas de ensayo y error.
Si algo ha aprendido el electorado peruano en las últimas décadas es que la dispersión política solo beneficia al continuismo mediocre y a los aventureros de ocasión. En este nuevo ciclo, López Aliaga y Butters representan —cada uno a su estilo— una oportunidad de reconstrucción basada en orden, disciplina y resultados. Sin embargo, sus diferencias personales, egos en conflicto o tensiones por protagonismo pueden terminar dinamitando el potencial de cambio que ambos canalizan.
Una derecha fragmentada reeditaría el peor escenario: múltiples candidaturas, votos divididos y un pase libre para fuerzas que ya demostraron su incapacidad. La historia reciente exige madurez: más que competir entre sí, estos liderazgos deben entender que la prioridad no es quién encabeza el proyecto, sino que el proyecto avance. La alianza no solo es deseable, es imprescindible. El Perú no necesita más caudillos aislados; necesita un frente común capaz de articular una mayoría reformista con visión de país.
Una diferencia importante entre el momento actual y ciclos anteriores es que, por primera vez en muchos años, la derecha en el Perú parece estar construyendo una agenda con contenido y estructura, y no solo reaccionando al miedo al comunismo o al populismo.
López Aliaga y Butters, en sus respectivos estilos, han introducido temas concretos: reducción de ministerios, simplificación tributaria, apoyo al emprendedurismo informal, defensa de la familia, inversión en infraestructura sin burocracia, combate frontal al crimen organizado y un control migratorio más estricto.
El 2026 no será una elección más. Será, quizás, el último llamado antes del colapso definitivo. No se trata simplemente de evitar al “menos peor”, ni de ilusionarse con el nuevo rostro de turno. Se trata de entender, de una vez por todas, que el voto no es un gesto simbólico: es un acto de poder ciudadano, y también de responsabilidad histórica.
El Perú ya probó el experimento progresista, y el resultado fue un Estado secuestrado por la incompetencia, por el dogma ideológico y por redes de corrupción bajo discursos de justicia social. La izquierda prometió redención, y solo trajo más caos, más pobreza y más fractura nacional. Su fracaso no es solo político, es moral.
Hoy el país clama por orden, por eficacia, por sentido común. Pero también por dignidad. No más líderes que lleguen al poder para enriquecerse o victimizarse. No más revoluciones de cartón. No más partidos que desaparecen al día siguiente de las elecciones. El Perú merece líderes que trabajen en silencio, que hablen claro, que no le teman al costo político y que entiendan que gobernar es servir.