OpiniónDomingo, 25 de mayo de 2025
La reconfiguración de la infancia, por Alfredo Gildemeister

Cuando uno recuerda su infancia, al menos en mi caso, no dejo de agradecer a Dios por la infancia que tuve. Vivía en una casa frente al mar, en el malecón en Chorrillos. Tenía todo un parque a mi disposición literalmente en la puerta de mi casa, pues vivía en la última cuadra del Malecón Iglesias en donde el parque colinda con las casas y luego ya viene la ancha pista y el malecón. Todos los días salía a jugar al parque con mis hermanos y especialmente con mis amigos vecinos del corralón, como les llamaba mi madre. Eran un grupo de niños de condición muy humilde, con los que hice una gran amistad. Jugábamos en el parque, en mi casa o en el corralón de mis amigos. Hasta teníamos un perro mascota con una mancha negra en el ojo, que a mi mamá les recordaba a los niños de la serie de televisión “La pandilla”, que ella veía de niña y que también contaban con un perro “pirata” de mascota. La pasábamos muy bien. Luego a mis siete años nos mudamos a Miraflores. Me despedí con pena de mis amigos del corralón. Ya en el barrio de San Antonio, solía jugar con mi padre y hermanos grandes batallas con soldados muy finos que él nos traía de sus viajes a mis hermanos y a mí. Inclusive mi padre también tenía sus propios soldados. Escenificábamos en el suelo de una habitación, enormes batallas con cientos de soldados y caballería por cada lado, incluyendo artillería. Sí artillería, cañoncitos de metal que disparaban unas duras balitas de plástico rojas con una mecha de pólvora que, al producirse un vacío en el cañón, disparaba la balita fuertemente con un gran ruido. Mi madre se molestaba porque toda la habitación en donde jugábamos en el suelo y la casa apestaba a pólvora. Y era verdad. Nuestras batallas duraban a veces días enteros, con lo cual no se podía ingresar ni limpiar la habitación durante la semana. Mi madre renegaba. La batalla se reanudaba el fin de semana siguiente y se tiraba con un dado: si salía número par moría tu soldado, si salía número impar, moría el soldado enemigo. Así la cosa era más emocionante. Teníamos fortalezas, castillos medievales y fuertes, dependiendo de la época de la batalla que jugáramos. Incluso mi abuela materna me coció saquitos rellenos de tierra del parque, que imitaban a los sacos de tierra en una trinchera. Nuestra imaginación se disparaba, creábamos estrategias de ataque y retiradas con contraataques bien estudiados. Mientras jugábamos, mi padre nos hablaba de historia, de guerras, batallas y épocas con la que jugábamos, hasta nos cantaba y silbaba canciones y músicas militares de la época que jugábamos. Así jugábamos todos los fines de semana.

Después de jugar nuestras batallas, salíamos con mi padre en la tarde a la calle, a la vereda de la puerta de mi casa y jugábamos carrera de carritos. Éstos eran de la marca Matchbox y Corgi toys eran los mejores carritos de juguete. Nos divertíamos, aunque también a veces nos picábamos a muerte, especialmente cuando tu carrito perdía o se salía del “camino”. Igual con los soldados, te picabas cuando perdías la batalla o te mataban a tu jefe o soldado favorito. ¡Hasta mi padre se picaba!

De otro lado, también salía con mis amigos del colegio y del barrio a montar bicicleta-una buena bici Spider con timón alto, o una Monark eran las más cotizadas- y nos metíamos a los parques y terrenos en construcción para saltar los montículos de tierra, arena y barro que se formaban. Literalmente te sacabas la mugre. En el colegio también se jugaba con las canicas (bolitas de vidrio) y billas (de metal), carritos improvisados con borradores y tachuelas, y el maravilloso trompo de madera con su pita y chapa chancada, con lo que los expertos lo hacíamos bailar, hasta en la mano. Eso cuando no estábamos jugando a “ladrones y celadores”, especialmente entre chicos y chicas -mi colegio, el Carmelitas era mixto- y si te detenía la chica que te gustaba, uno se sometía dócilmente y se dejaba capturar por ella, con tal de estar a su lado. Así mismo, el futbol lo jugábamos en el parque o en la berma central de las avenidas, como en mi caso, en la berma de la avenida Roca y Boloña o en el parque de Tradiciones. Así transcurría nuestra infancia y adolescencia, entre juegos y juguetes. Así desarrollábamos nuestras capacidades de imaginación, creatividad, audacia en las calles, interrelación con cualquier persona de tu colegio o de tu barrio o de cualquier otra parte, el tratar a personas incluso desconocidas, etc., capacidades desarrolladas sin darnos cuenta, sin saber de lo mucho que nos servirían luego en nuestra vida adulta.

La pregunta que hoy me hago es: ¿Por qué hoy los niños no juegan así, como jugábamos nosotros en nuestra infancia? ¿Qué esta pasando? ¿Por qué hoy los niños -y desde bebés inclusive- y jóvenes viven pegados a un teléfono celular, a una Tablet o a una computadora, casi como zombies? El psicólogo y catedrático estadounidense Jonathan Haidt, nos lo explica en su excelente libro “La generación ansiosa” (Paidos, Bogotá, 2025). Haidt parte de una pregunta, que conforma el subtítulo del libro: “¿Por qué las redes sociales están causando una epidemia de enfermedades mentales entre nuestros jóvenes?” Si bien nadie duda que los productos de la tecnología digital son buenos, necesarios y en un principio hacían la vida más fácil y hasta divertida, los adultos comenzaron a transformar sus vidas volviéndose dependientes e inclusive adictos a dichos productos. Las empresas tecnológicas sabían de las consecuencias de esta industria. Hoy la industria tecnológica está transformando no solo la vida de los adultos sino también la de los niños y adolescentes, volviéndolos no solo adictos y dependientes de los productos digitales sino algo más grave: les están transformando su infancia lo que se ha denominado la “reconfiguración” de la infancia.

Los niños y adolescentes cuyos cerebros se encuentran en pleno desarrollo se ven afectados por estos productos. Haidt indica que “mientras que las regiones cerebrales ávidas de recompensas maduran antes, la corteza frontal –esencial para el autocontrol, el aplazamiento de la gratificación y la resistencia a las tentaciones– no alcanza su plena capacidad hasta los 25 años, y los preadolescentes están en un momento especialmente vulnerable para su desarrollo”. Se prohíbe a los preadolescentes comprar tabaco o alcohol o que ingresen a un casino, sin embargo, se les regala, por ejemplo, un celular iPhone con acceso ilimitado a todo: juegos, videos, violencia de todo tipo, pornografía y cuanta basura pueda existir sin tomar en cuenta el daño que todo ello les puede causar en su desarrollo, tanto físico mental como espiritual. Las empresas diseñan sus productos (programas, equipos, juegos, videos, etc.) basados en la imagen (full pantalla) -no en textos- para que sean cada vez más adictivos y esto es una realidad. Haidt demuestra cómo la generación nacida después de 1995 (generación Z) -continuación de los millennials (nacidos entre 1981 y 1995)- está sufriendo las graves consecuencias de haber vivido una “reconfiguración” de su infancia, basada no en el juego, la interrelación con amigos, desarrollo de la imaginación, creatividad, vida en familia, etc. sino centrada mirando un smartphone durante horas de horas al día. Se ha pasado de una infancia basada en el juego a una infancia basada en el celular. De allí que de acuerdo con Haidt, hoy -por la inseguridad ciudadana, riesgo de jugar en las calles o de hacer nuevos amigos, etc.- se viva una sobreprotección del niño en el mundo real y una infra protección en el mundo virtual, lo cual ha originado una generación ansiosa.

En conclusión, hemos dejado que nuestros niños cambien un mundo real (presencia física con interacción personal, esto es, comunicación directa presencial de una persona a otra o a otras, sincrónicas, etc.) por un mundo virtual (sin presencia física o incorpóreo, sin interacción personal, esto es, ausencia total de una comunicación directa presencial de una persona a otra o a otras, asincrónica, comunicación masiva a un público desconocido, etc.), con las graves consecuencias que ello conlleva y que se está ya viendo en los colegios, universidades y luego en los trabajos: privación social, aislamiento físico con relación a la familia y amigos, falta de sueño, fragmentación de la atención, adicción, ausencia de pensamiento crítico y reflexivo, gran dificultad para comprender lecturas, etc. lo cual les lleva a serios cuadros depresivos, neurosis y conductas violentas que van desde autoinfligirse daños físicos hasta el suicidio.

En resumen, señores, me quedo con mi infancia. Sin menospreciar la tecnología digital, no descuidemos por comodidad, flojera o falta de tiempo, a nuestros niños. No permitamos que un celular reconfigure, esto es, le prive de una verdadera infancia a nuestros niños.