El pueblo peruano siempre ha padecido de una terrible falta de memoria. El peor de los acontecimientos, ya sea de orden político, económico o social, pasa pronto al olvido. Muchos dicen que ello se debe a que en el Perú cada semana suceden las cosas más increíbles e inimaginables, lo cual hace que los acontecimientos anteriores pasen a un segundo plano o simplemente al olvido. Dentro de esta especie de amnesia colectiva, el Perú también ha perdido su “memoria sísmica”, si así se le puede denominar. Hoy las generaciones nacidas a partir de 1995 —los millennials—, e inclusive la generación “Z” posterior, así como la actual generación, no conocen para nada el desastre que sufrió el Perú con el terrible terremoto que asoló la costa de Lima y Áncash el 31 de mayo de 1970. Si nos ponemos en “modo sísmico”, tampoco tienen conocimiento, ni les han contado al menos, de los fuertes terremotos que asolaran Lima en octubre de 1966 y 1974; menos aún sabrán del terrible terremoto que asoló Lima en mayo de 1940. Mi madre lo recuerda muy bien, pues dicho sismo destruyó todas las casas que estaban ubicadas en el hoy malecón de Chorrillos. De allí que hoy vivimos como si Lima y la costa peruana fueran las zonas más estables del mundo desde el punto de vista geológico, olvidándonos de que la inestable placa de Nazca se encuentra a todo lo largo de nuestro litoral y suele ser la causa de la gran cantidad de terribles terremotos que solemos sufrir cada cierto tiempo.
Considero que, con miras a que las actuales generaciones de peruanos conozcan —y otros recuerden— la frágil consistencia de nuestro suelo peruano, vale la pena recordar uno de estos terribles terremotos, pues este fin de semana se han cumplido 55 años del trágico terremoto del 31 de mayo de 1970, que le costara al Perú más de cincuenta y cinco mil vidas. Personalmente recuerdo muy bien cada uno de los terremotos que he vivido, desde el terremoto de 1966, en donde, siendo un niño de seis años, viviendo en Chorrillos en una casa al pie del malecón, delante de mis narices se derrumbó una gran parte del malecón hacia el mar, llevándose a varias personas que paseaban tomando el sol, vendedores ambulantes y pescadores que tejían sus redes.
Pero vamos a la tarde del domingo 31 de mayo de 1970, cuando, siendo las 15:23 de la tarde, los perros comenzaron a ladrar y, de inmediato, comenzó a sentirse un extraño silencio —como el que preanuncia el comienzo de un sismo— para luego dar inicio a un terrible movimiento de ondas verticales que despertó a todo el mundo de su cálida siesta y modorra. Con mi padre y hermanos estábamos iniciando una batalla con nuestra colección de finos soldados de juguete ya en formación, cuando comenzó el espantoso remesón. Mi padre siempre fue muy nervioso para los temblores y terremotos, por lo que comenzó a gritar que saliéramos rápidamente todos de la casa. Mi madre no estaba, pues se había ido de visita a casa de una amiga, así que bajamos del segundo piso con cuidado para no caernos. El espectáculo que nos encontramos en la sala de nuestra casa era espeluznante. Los muebles y mesitas saltaban de un lugar a otro, desplazándose a saltitos sin orden alguno. Los cuadros y adornos caían al suelo, hasta que alcanzamos la puerta de la casa. La avenida frente a mi casa y todas las calles estaban envueltas en una polvareda que impedía ver el otro lado de la calle. El movimiento cada vez era más fuerte. Ya no se trataba de un simple temblor: era un terremoto, y de los fuertes. Nos paramos en la pista —que no paraba de moverse— mirando mi casa temblando literalmente. El ruido era ensordecedor, especialmente por los vidrios de las ventanas, los cuales solo esperaba que comenzaran a destrozarse en cualquier momento. Mi padre rezaba en voz alta rogándole a Dios que terminara todo esto… pero los segundos pasaban y no paraba de temblar la tierra.
A esa misma hora, en la ciudad de Huaraz, la gente salió aterrada de sus casas, pues, siendo un domingo en la tarde, la mayoría terminaba de almorzar o se aprestaba a salir a pasear en familia. El terremoto era más fuerte que lo que se sentía en Lima, pues luego supimos que el epicentro del terremoto estuvo a 20 km de Chimbote hacia el mar y solo a un kilómetro de profundidad. Las casas en Huaraz comenzaron a colapsar. Las paredes de las viviendas y edificios empezaron a caerse sobre las estrechas calles de la ciudad, aplastando a las personas que esperaban aterradas que terminara la pesadilla. Los vehículos que por allí transitaban también quedaron aplastados por las paredes o bloqueados. La ciudad estaba siendo destruida. Unas veinticinco mil personas perdieron la vida esa tarde, sobre todo aplastadas por las pesadas paredes de las casas de adobe que caían a las calles.
También, a esa misma hora, un poco más al norte, el terremoto produjo un desprendimiento de un enorme casquete de hielo y rocas del nevado Huascarán, lo que generó un monstruoso aluvión de una gran cantidad de agua, barro y enormes rocas que, bajando por el valle, literalmente cubrió y sepultó la ciudad de Yungay. Algunos sobrevivientes aún recuerdan el aterrador ruido que provocó el alud de unas cincuenta mil toneladas de una mezcla de hielo, barro, agua, vegetación y rocas, que avanzó a más de 200 kilómetros por hora con dirección a Yungay. Un ruido que, además, se mezcló con los gritos de miles de personas desesperadas, alaridos de niños, llantos de madres, etc., todo mientras la tierra temblaba, las casas colapsaban y se levantaba una espantosa polvareda. La enorme masa de barro y rocas cubrió literalmente la ciudad, arrastrando y tragándose a miles de personas, las cuales simplemente desaparecían bajo el barro para no salir más. Una vez pasado el monstruoso aluvión, el barro comenzó a endurecerse, haciendo más difícil el rescate de las personas arrastradas o sepultadas. Solo quedó una gran explanada de barro donde antes estaba la ciudad, y como mudos testigos de la tragedia, solo las copas de las cuatro palmeras de la plaza de armas de la ciudad asomaban erguidas en silencio. Algunos lograron salvarse corriendo hacia el cementerio de la ciudad, en la cima de una colina; otros se salvaron porque estaban viendo la función de un circo ubicado a cierta altura, fuera de la ciudad. Aproximadamente treinta mil personas fallecieron por el aluvión. Otras ciudades como Huarmey y Chimbote quedaron también seriamente afectadas.
Mientras tanto, en Lima, las calles y avenidas quedaron cubiertas de una polvareda color tierra que impedía ver más allá de unos metros. Luego supimos que el terremoto alcanzó los 7,9 grados en la escala de Richter y había durado unos 45 segundos. Los derrumbes en los acantilados de la Costa Verde eran numerosos, no se podía transitar. Varios edificios en Lima quedaron afectados. Todos nos quedamos como en estado de shock, sin atinar a nada. Además, como suele suceder después de un terremoto, vienen las réplicas, como efectivamente vinieron, aunque no tan fuertes como el mismo terremoto.
Han transcurrido 55 años de esta tragedia. Lima ha crecido enormemente, especialmente en vertical. Se han multiplicado sus edificios —especialmente al pie del mar, en los acantilados de la Costa Verde como en Barranco, o en los cerros como Camacho y los conos—, se ha triplicado su población hacia los conos norte, sur y este. Casi se diría que es una ciudad tugurizada, sin contar con su terrible tráfico, lo cual hace cada vez más difícil movilizarse hoy por la ciudad. A todo ello debemos agregar un elemento que en 1970 no existía: las cañerías de gas natural que alimentan calles, casas y edificios. Entonces pregunto: ¿Estamos preparados para un terremoto como el de 1970, grado 7,9 u 8? ¿Lima está preparada para salir adelante ante un terremoto de magnitud? Y ojo que aquí no menciono la gran posibilidad de un tsunami, como el ocurrido en el terremoto de 1746, de grado 8,6, con olas de 10 a 24 metros que destruyó el Callao. En los terremotos de 1970 y 1974, el mar se retiró más de doscientos metros. La gente, irresponsablemente, se puso a recoger mariscos y pescado en la Costa Verde. Menos mal que el mar volvió a su nivel muy lentamente. De lo contrario… Entonces, a las nuevas generaciones, a la generación actual, les pregunto: ¿Estamos preparados para un terremoto como el de 1970? Es algo que no podremos evitar ni con Inteligencia Artificial. Ahí lo dejo.