Vivimos una crisis profunda que trasciende lo político. De hecho, me atrevería a decir que lo político parece ser apenas un síntoma de una enfermedad más grave: una crisis social, emocional y mental que avanza silenciosamente. No se trata de alarmismo vacío. La salud mental se deteriora a un ritmo sin precedentes.
El aumento descontrolado de trastornos como la ansiedad o la depresión revela una generación emocionalmente frágil, perdida en un mundo de pantallas, promesas vacías y vínculos superficiales. ¿Qué nos pasó? ¿Qué nos llevó a rompernos?
En la era que se proclama inclusión, empatía y amor al prójimo, ¿por qué nos resulta tan difícil estar en paz? ¿No será que nos han abrumado en su mundo de colores y púrpuras chillones?
Tal vez, en ese afán por construir un discurso de positividad forzada, hemos negado todo aquello que incomoda, que duele. Rechazamos la incomodidad como si fuera un defecto, sin comprender que el sufrimiento también forma parte de la experiencia humana. Pretendemos no dañar a nadie, eliminamos adjetivos, distorsionamos el lenguaje diciendo “todes” en lugar de “todos”, como si el verdadero esfuerzo consistiera en detectar agresión en cada palabra, en cada decisión humana.
¿Realmente se puede vivir creyendo que todo es una competencia de poderes? ¿Es posible sostener una existencia completamente obsesionada con no agredir al otro? ¿Tanta es la culpa que no podemos permitirnos el error?
Jordan Peterson dijo algo muy cierto: si no estás dispuesto a correr el riesgo de ofender, entonces te será imposible comunicarte. Y ello, precisamente, es lo que nuestra sociedad ha decidido desaparecer: el riesgo.
Paradójicamente, en una era hiperconectada, la soledad y la inseguridad se han convertido en epidemias silenciosas. Las herramientas tecnológicas que prometían unirnos han producido una generación cada vez más dependiente de la validación externa, todo eso mientras los discursos de empoderamiento contrastan con un crecimiento desbordado del uso de antidepresivos. La desconexión no es solo con los demás, sino con uno mismo. Preferimos ser parte de una comunidad o “patologizar” nuestro comportamiento, antes de forjar una identidad propia que no dependa de los likes de un tercero para poder estar satisfechos de respirar.
Queremos ser el mármol y el cincel, pero no nos damos cuenta de que terminamos siendo solo la víctima y el victimario. Usamos nuestra característica de débil cada vez que podemos para hacer daño a cualquiera que nos caiga un poco mal. ¿Qué son las funas en internet? ¿Qué son las manipulaciones de ciertas minorías para ganar un curul en algún ministerio o parlamento? Quizás solo aparentes víctimas que se vuelven verdugos.
A este panorama se suma una peligrosa deriva ideológica: la politización de la salud mental. Grupos tribales e identitarios se han apropiado del lenguaje terapéutico, redefiniendo términos clínicos para construir nuevas identidades que muchas veces carecen de sustento científico. Esto no solo patologiza emociones humanas normales, sino que fomenta una cultura de la victimización donde cada malestar es interpretado como una injusticia estructural.
Pero, ¿dónde están las estadísticas que refuerzan todo lo dicho?
Pues, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), entre 2005 y 2020, los casos de depresión en el mundo aumentaron más del 18 %. Ahora hay más de 300 millones de personas que la padecen. La ansiedad también ha crecido de manera similar, afectando a más de 260 millones de personas.
En países occidentales, la depresión y la ansiedad han subido mucho, sobre todo en jóvenes de 15 a 24 años. En Estados Unidos se duplicaron los síntomas graves de depresión en los adolescentes entre 2009 y 2019, pasando de cerca del 8 % a más del 15 %.
Por si fuera poco, un informe de la OMS y de la Agencia Internacional de Medicamentos muestra que el uso de antidepresivos ha aumentado mucho en los países con ingresos altos y medios-altos durante los últimos 20 años, básicamente el llamado primer mundo. Se calcula que entre el 15 % de los adultos en esas regiones han usado antidepresivos al menos una vez recientemente.
Además, estudios recientes señalan que entre el 20 % y el 40 % de los jóvenes adultos en países occidentales sienten soledad crónica o se aíslan socialmente por largos períodos. Esta situación ha ido creciendo desde principios de este siglo; es decir, los 2000.
Pero dejando de lado la trágica y alarmante situación de salud mental, ¿cómo ha impactado esta en otras áreas de nuestra vida social? ¿O cómo es que nuestra vida social ha ido cambiando? Por ejemplo, las familias.
Si bien es cierto que cuando miramos los números de los divorcios parece que han bajado en las últimas décadas —pues, en 1990, por ejemplo, había 5.5 divorcios por cada 1000 habitantes, pero para 2020 esa cifra bajó a 3.8— eso suena como una buena noticia, pero hay algo más que mirar. Este dato es engañoso.
Durante ese mismo tiempo, la cantidad de matrimonios también bajó mucho: de 8.5 por cada 1000 habitantes en 1970 a solo 4.2 en 2020. Es decir, la gente simplemente se casa menos. Se redujo en más del 50 %. Así que, si vemos menos divorcios, puede ser simplemente porque hay menos personas casadas, no porque las parejas duren más.
Y aquí está el dato clave: en 1970, solo el 15 % de los matrimonios terminaban en divorcio. Hoy, esa cifra llega al 45 %. Eso significa que, aunque parezca que hay menos divorcios en total, los matrimonios actuales tienen más probabilidades de fracasar que antes. De hecho, actualmente un matrimonio posee un 50-50 de chance de fracasar rotundamente.
Está de más decir lo preocupante que está la situación actual en nuestra sociedad. Si bien es cierto que todo el caparazón social y cultural parece mejorar (posiblemente a grandes rasgos lo hace), igual nos seguimos encontrando con una situación alarmante en el interior del ser humano. Algunos podemos achacarle eso al caos del progresismo o al avance sin moral de la tecnología. Pero quizás sea algo más sencillo como haber olvidado que no podemos hacer del mundo un paraíso, a pesar de que muchos intentan convencernos de que sí. Nada hace más daño que pensar que nada lo hará.