El 6 de junio de 2025, el Congreso de la República del Perú aprobó, con 61 votos a favor, la controvertida Ley de Amnistía que exonera de responsabilidad penal a militares, policías y miembros de los comités de autodefensa mayores de 70 años, involucrados en presuntos delitos cometidos durante el conflicto armado interno de los años 80 y 90. De inmediato, las reacciones fueron polarizadas: mientras sectores progresistas y organizaciones de derechos humanos calificaron la norma como “una puerta a la impunidad”, otros celebraron la medida como un acto de justicia tardía pero necesaria. El Ejecutivo no observó la ley, permitiendo su entrada en vigencia pocos días después. Este hecho ha reabierto el debate nacional sobre memoria, verdad, justicia y reconciliación, pero también sobre la deuda pendiente del Estado con quienes lo defendieron en su hora más oscura.
Hay heridas que el tiempo no ha cerrado, no porque no hayan sanado, sino porque se insiste en abrirlas desde un solo lado. En el Perú, mientras se erigen monumentos a la memoria selectiva y se canoniza al victimario con retórica de “lucha social”, miles de hombres que empuñaron las armas en defensa de la democracia han envejecido en el abandono, arrastrando procesos judiciales eternos, señalados por una élite intelectual que nunca pisó un campo minado. Hoy, con la aprobación de la Ley de Amnistía, el país no borra el pasado: lo enfrenta con justicia y dignidad. Esta no es una norma para el olvido, sino un acto de soberanía moral que repara, aunque tarde, una deuda histórica con quienes evitaron que la patria cayera bajo las botas del totalitarismo.
En un país que parece haber olvidado a quienes lo defendieron en la lucha contra el terrorismo, la reciente aprobación de la Ley de Amnistía por parte del Congreso representa un acto mínimo de justicia. Más allá de las críticas previsibles de organizaciones no gubernamentales y sectores progresistas que dominan la narrativa sobre los derechos humanos en el Perú, esta ley no es un instrumento de impunidad, sino una respuesta necesaria a décadas de abandono judicial, político y moral contra miembros de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional que enfrentaron, con medios muchas veces precarios, la lucha contra agentes subversivos que buscaban socabar la democracia del Perú.
Desde los años 80, las FFAA y la PNP enfrentaron una guerra no declarada contra el terror impío de Sendero Luminoso y el MRTA. Enfrentaron coches bomba, asesinatos de autoridades, secuestros de niños, ejecuciones públicas, y lo hicieron sin una legislación de guerra, con una opinión pública dividida y muchas veces con directivas políticas ambiguas o cobardes. Sin embargo, lograron contener al enemigo, evitar el colapso del Estado y restituir el orden en regiones enteras. ¿Qué recibió el personal en retorno? Juicios interminables, olvido institucional y una estigmatización sistemática. En muchos casos, los acusados ni siquiera han recibido sentencia. En otros, han sido absueltos luego de años de prisión preventiva. La justicia tardía no es justicia. Y la persecución eterna, sin resolución ni reparo, constituye una forma de tortura institucional.
La narrativa progresista y el defensa del terrorismo
Desde hace más de dos décadas, la hegemonía discursiva de ciertas ONG y colectivos progresistas ha presentado una versión deliberadamente sesgada del conflicto armado interno. Se impuso la idea de que se trató de una "guerra entre dos violencias equivalentes" o, peor aún, de una "lucha social frustrada". Bajo esta visión, los criminales de Sendero y el MRTA son tratados como rebeldes idealistas, y las fuerzas del orden, como victimarios sistemáticos.
La Comisión de la Verdad y Reconciliación fue, en muchos sentidos, el punto de partida de esta narrativa. Su informe final, si bien recoge testimonios valiosos, incurre en una falacia de equivalencia moral y subestima el carácter genocida, fanático e indiscriminado de la violencia subversiva. Más aún, sectores vinculados a esta lógica han construido espacios de "memoria" que excluyen el testimonio de soldados, policías, y pobladores que resistieron al terror.
Hoy, esas mismas voces acusan al Congreso de "impunidad" por aprobar esta ley. No sorprende: llevan años haciendo campaña internacional para presentar al Perú como un país que no respeta los derechos humanos, ignorando sistemáticamente a las víctimas de los atentados senderistas. Dicen defender la justicia, pero buscan que octogenarios que sirvieron al país mueran en procesos interminables. Dicen buscar memoria, pero solo permiten una versión.
Justicia, soberanía y verdad: el sentido patriótico de la ley
El Perú tiene derecho a defenderse en todos los frentes: militar, judicial y simbólico. Esta ley es parte de esa defensa. No vulnera tratados internacionales; por el contrario, aplica principios básicos como el debido proceso y el respeto por la dignidad de la persona humana. La Convención Americana de Derechos Humanos establece que toda persona tiene derecho a ser juzgada en un plazo razonable. En muchos casos, estos plazos fueron largamente superados. ¿Deben estos peruanos morir esperando justicia?
La ley tampoco borra crímenes ni elimina la posibilidad de investigación en casos graves. Sólo establece que, por razones humanitarias y procesales, se exonera de responsabilidad penal a personas en situación vulnerable que han enfrentado un desgaste sin fin. No es olvido: es decencia.
Quienes sirvieron en las FFAA y PNP durante los años del terror lo hicieron por convicción, por deber y por amor al país. Muchos lo pagaron con la vida, otros con la salud, otros con su libertad. Es hora de saldar esa deuda moral. No para encubrir excesos, sino para reconocer que, sin ellos, no tendríamos hoy ni elecciones, ni democracia, ni república.
El patriotismo no es un recurso retórico: es una obligación civil. Defender esta ley es defender la verdad completa de nuestra historia y reafirmar el principio de que el Perú tiene derecho a honrar a quienes lo protegieron cuando casi todo estaba perdido. Que la democracia no olvide nunca a los que la salvaron.