El sistema de justicia en el Perú atraviesa una de sus crisis más graves y visibles en lo que va del 2025. La última semana ha estado marcada por enfrentamientos públicos entre fiscales supremos, bloqueos internos, acusaciones cruzadas y una institucionalidad que se ha convertido en campo de batalla ideológica. A la ya prolongada suspensión de la ex fiscal de la Nación Liz Patricia Benavides, se suma ahora el abierto intento de la fiscal suprema Delia Espinoza de ocupar el máximo despacho del Ministerio Público, en medio de una intensa ofensiva mediática y jurídica liderada por sectores progresistas vinculados a ONG’s como IDL y a fiscales como José Domingo Pérez y Rafael Vela.
La situación ha escalado: mientras Benavides continúa apelando su suspensión, su defensa, liderada por los abogados Humberto Abanto y Juan Mario Peña, ha denunciado un “golpe blando judicial” y la captura ideológica de la Fiscalía por parte del llamado bloque caviar. Espinoza, por su parte, ha intentado ingresar por la fuerza a la sede del Ministerio Público para asumir interinamente la jefatura, pese a que el cargo aún está bajo disputa legal. La confrontación llegó a su punto más tenso el lunes 16 de junio, cuando un sector del Ministerio Público impidió su ingreso formal, generando declaraciones encendidas, movilizaciones internas y cobertura nacional del escándalo.
La defensa de Liz Patricia Benavides ha sido enfática: su suspensión no solo carece de legalidad, sino que responde a un proyecto de reconfiguración del poder institucional. “Se quiere destruir a quien resultaba incómoda para los intereses del progresismo judicial”, señaló Humberto Abanto. Juan Mario Peña, por su parte, denunció que se ha prescindido del debido proceso y que se ha actuado con parcialidad política al permitir que una fiscal que mantiene relación cercana con IDL-Reporteros y grupos de interés, como Espinoza, lidere el intento de sucesión sin un mandato formal.
Para estos sectores, lo ocurrido esta semana no es un simple reacomodo interno, sino una operación política coordinada desde dentro del sistema judicial para consolidar el poder del bloque autodenominado “reformista”. Este grupo, que fue clave en el Caso Lava Jato, ha perdido progresivamente legitimidad ante la opinión pública debido a filtraciones interesadas, acusaciones mediáticas sin respaldo judicial y una creciente percepción de activismo político desde sus cargos.
La situación se ha visto agravada por la actitud confrontacional de Delia Espinoza, quien no ha dudado en recurrir a los medios aliados, discursos moralistas y gestos simbólicos para presentarse como una mártir institucional. Sin embargo, su intento de ingresar al cargo sin respaldo del órgano de gobierno del Ministerio Público evidencia una ruptura del equilibrio interno y una intención clara de imponer su legitimidad a través de la presión mediática y política.
Este atrincheramiento progresista en la Fiscalía no es nuevo, pero ha llegado a un punto de maduración crítica. Varios fiscales clave han tomado control de áreas estratégicas, se han alineado con una narrativa de “justicia moral” y han desplazado o bloqueado a quienes no se alinean con su visión. IDL-Reporteros, organización cercana a este bloque, ha jugado un papel determinante en moldear la opinión pública y ejercer presión sobre los órganos judiciales mediante publicaciones selectivas, campañas de “linchamiento ético” y respaldo internacional. Lo que se presenta como una lucha por la legalidad, en realidad esconde una batalla por la hegemonía institucional.
Lo grave es que, mientras esta guerra se libra dentro de la Fiscalía, el país queda huérfano de justicia. Las investigaciones más relevantes se paralizan, los casos complejos quedan sin avances y la ciudadanía asiste con estupor a un enfrentamiento que parece no tener fin. No se trata ya de una disputa entre dos figuras, sino de una crisis estructural que revela que el sistema está roto: cada sector responde a intereses ideológicos, políticos o personales, y no a un proyecto común de justicia.
A diferencia de otros momentos de la historia reciente, esta vez no hay un árbitro imparcial que pueda restablecer el orden. La Junta Nacional de Justicia ha perdido autoridad moral y se encuentra en el limbo político; el Congreso observa, pero no lidera; el Ejecutivo está ausente; y el Ministerio Público se ha convertido en un espacio de facciones.
No se trata de elegir entre Benavides o Espinoza. Se trata de reconocer que el sistema está fracturado, que la captura institucional ya no viene solo desde la política sino también desde sectores ideologizados que se escudan en la narrativa anticorrupción para instalar su poder. Esta semana ha dejado claro que no hay garantías mínimas de institucionalidad y que la Fiscalía ha perdido el rumbo.
Lo que se requiere no es un nuevo liderazgo impuesto, sino una profunda revisión del sistema de justicia, con reformas que garanticen verdadera independencia, rendición de cuentas, meritocracia y profesionalismo. El Perú necesita una justicia funcional, no trincheras ideológicas. Porque si la justicia se convierte en un instrumento de facciones, pierde toda legitimidad. Y sin justicia, no hay república posible.
El progresismo judicial, si de verdad se reclama defensor de la democracia, deberá también responder por los excesos, las agendas encubiertas y la politización de su rol. La Fiscalía de la Nación debe ser rescatada del secuestro político y devuelta al país, no a un bando. Porque sin justicia imparcial, lo que queda es el caos.