OpiniónDomingo, 29 de junio de 2025
Robert De Bardis y la autónoma disciplina universitaria, Diego Vega Castro-Sayán
Diego Vega Castro-Sayán
Secretario General de la UPC

En 1336, Robert de Bardis fue nombrado (por mandato papal) canciller de la Universidad de París. Provenía de una familia florentina asociada a la banca. De linaje adinerado, entabló amistad con Petrarca y cursó estudios con Marsilio de Padua. Este último, de origen modesto, ejerció luego como rector de la universidad y fue un polémico tratadista que enfrentó la llamada “plenitud de poder” papal sobre la Iglesia y el Estado (incluso fue considerado por algunos como una inspiración para los reformistas protestantes).

Por esos días, intelectuales como Guillermo de Ockham y John de Mirecourt enfrentaron comisiones investigadoras teológicas por sus ideas y trabajos. Robert de Bardis, en ejercicio de su función como canciller de la universidad, debió supervisar dichos procesos. En el caso de Ockham (filósofo medieval y franciscano, que habría inspirado a Umberto Eco para crear en ficción al fraile Guillermo de Baskerville en El nombre de la rosa), la situación fue especialmente compleja. Se le sindicó como alguien que “defendía a la Iglesia, pero condenaba al Papa”, atribuyéndosele frases como:

“…El Papa, por regla general, solo puede corregir a los malhechores con una pena espiritual. No es, pues, necesario que destaque en poder temporal ni abunde en riquezas temporales, sino que basta con que los cristianos le obedezcan voluntariamente…”.

Luego de llevarse a cabo la investigación, el desenlace no fue plenamente condenatorio para Ockham. La intervención de Robert de Bardis, en los hechos, consolidó la autonomía de la universidad frente a presiones externas.

La autonomía universitaria implica el derecho de toda universidad a gestionar de manera soberana y en libertad sus prerrogativas en lo académico y administrativo, sin presiones en su misión y en su visión. De Bardis ejercía la posición de canciller (similar a la de un secretario general en las universidades modernas) y en su rol otorgaba grados académicos, custodiaba las normas internas y supervisaba las disputas, entre otros temas. Claramente, sus funciones pretendían consolidar la autonomía de la universidad, garantizando la continuidad de la institución.

En el proceso contra Guillermo de Ockham, una disputa finalmente, puede advertirse similitud con lo que hoy se ejerce autónomamente en las universidades: la disciplina universitaria. Una universidad cuenta regularmente con reglamentos de disciplina para alumnos y docentes, que abordan temas vinculados a la deshonestidad académica, la violencia física o verbal, el respeto a la institución, actos contra la moral, entre otros. Y, claro, se plantean las sanciones aplicables, todo en línea con el debido proceso.

La autonomía universitaria no solo garantiza el autogobierno de la institución: consolida también una aspiración fundamental desde las épocas fundacionales, la búsqueda de la verdad. Uno puede procurar llegar a la verdad desde el rigor intelectual, el pensamiento crítico y la investigación académica, así como apelando al debido proceso en un caso disciplinario.

La universidad, de acuerdo con sus normas internas, podrá investigar, procesar y sancionar al miembro de la comunidad universitaria que considere responsable, pretendiendo llegar a esa aspirada verdad y generar justicia.

Ante ello, es menester hoy, como ayer, la defensa de la autonomía universitaria (esa suerte de muro imaginario que busca contrarrestar cualquier intento externo por imponer pautas o doctrinas). Ningún gobierno, ningún juez, nunca una restricción política o administrativa podrá coaccionarla, siguiendo una tradición viva hace siglos.

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