OpiniónDomingo, 6 de julio de 2025
Al maestro con cariño, Alfredo Gildemeister

Aún no había amanecido y ya el maestro estaba de pie, duchado y cambiado, revisando y preparando sus clases del día. Luego de un desayuno muy franciscano —un poco de té caliente y un pan frío del día anterior—, se despidió de su esposa aún dormida y salió para el colegio con la mañana todavía a oscuras.

Ya en el aula, preparó todo lo necesario para la clase: sus reglas y triángulos de madera, tizas blancas y de colores, con la correspondiente mota. No podía faltar nada. Se quitó el saco, lo colgó en la percha y se puso su mandil blanco.

“Parezco un médico”, pensó, se tocó su grueso bigote y sonrió. “Pero no fue mi vocación, soy maestro, y moriré siendo maestro”.

Al poco rato empezaron a llegar los primeros alumnos. Cada uno se sentaba en el sitio que quería. Una vez que estuvieron todos, tomó la asistencia y comenzó su clase.

El maestro llevaba la clase de una manera maravillosa. Sumergía a sus alumnos en el mundo mágico de las matemáticas, motivándolos e incentivándolos a desarrollar los ejercicios —verdaderos retos— que les planteaba.

Era tal el respeto que infundía que nadie osaba hacer vicio o chacota, ni siquiera lo intentaban. No había tiempo para ello. El maestro te llevaba de la mano, como a un niño, al fascinante mundo de las matemáticas. ¡Imposible desaprobar con un maestro así!

Cuando menos lo esperabas, sonaba el timbre. La clase había terminado. ¿Tan rápido? Así pasan los minutos volando cuando un buen maestro conduce la clase.

Después de clase, o en el recreo, podías acercarte a su aula para alguna pregunta o consejo. Siempre estaba allí. Solo la dejaba para ir a almorzar a la sala de profesores. Como buen maestro, sabía escuchar y sabía aconsejar. Le interesaba que de verdad aprendieras matemáticas, pero sobre todo le interesaba que fueras mejor persona.

Ese es el verdadero maestro: el que no solo inculca conocimientos, sino el que te forma como persona, el que educa tu carácter, preparándote para la vida, tanto para los éxitos como —sobre todo— para los fracasos, porque la vida es así.

Luego de la última hora, se escucha el timbre de salida. El maestro no sale inmediatamente. Se queda aún un buen rato ordenando sus papeles, preparando lo necesario para el día siguiente, y, especialmente, atendiendo a los alumnos que nunca faltan: los que vienen a preguntarle dudas de ejercicios de matemáticas, a pedirle más problemas, o simplemente… a conversar. Porque con el maestro conversas, te escucha y aconseja.

Cuando ve que ya no llega nadie, cuelga el mandil, se pone el saco y sale del colegio.

Aún el día no termina. Por lo general, las tardes las dedica a dar clases particulares a alumnos y exalumnos que ya están en la universidad, o inclusive trabajando por horas en otro colegio para poder llevar lo necesario a su hogar, pues el sueldo no alcanza para mucho.

Entre las 9 y 10 de la noche, el maestro llega agotado pero contento a su casa. Su esposa lo espera con una sonrisa y la cena caliente, procurando cocinarle lo que más le gusta —cuando se puede, claro—. El maestro se sienta y come calladamente, luego le cuenta los aconteceres del día: los problemas y logros de sus alumnos, anécdotas y alguna cosa más. Su esposa escucha y sonríe.

Finalmente, el maestro se acuesta cerca de la medianoche. Lee un poco antes de dormir, reza agradeciéndole a Dios por todo y rogándole fuerzas para el día siguiente. Luego descansa y duerme como un bendito, con cierta sonrisa de satisfacción y paz en el rostro.

Así era el maestro Daniel Mayaute, mi maestro de matemáticas. Y así como él, tantos otros grandes y maravillosos maestros de la secundaria de mi colegio Nuestra Señora del Carmen —Carmelitas—.

Así como Mayaute, tenía otros grandes maestros, como Juan Márquez, alias “Juancho”. Dicho sea de paso, nunca supe por qué le decían “Juancho”; ¿quizá por el Lagarto Juancho de Hanna-Barbera? Quién sabe. Excelente maestro del curso de Lenguaje —curso que, por cierto, no era de mis favoritos— aunque lo enseñaba con tal maestría que, por angas o por mangas, terminabas por aprenderlo.

Un curso que sí era de mis favoritos era Historia del Perú con el popular maestro José “Chato” Herrera, porque efectivamente era chato. Siempre con sus sacos a cuadros y pantalones oscuros, sus clases resultaban muy didácticas y entretenidas.

Valga la aclaración: un defecto que todo alumno tiene es observar la indumentaria de cada maestro al detalle. No es que uno sea fijón, pero te aprendes todos los juegos de ternos, zapatos, camisas y hasta las medias de tus maestros, incluyendo cuando alguno venía con bufanda o con el cierre de la bragueta bajo, dejando ver el calzoncillo. ¡Menudo problema decirle a tu maestro que se suba la bragueta! ¡Cosas que pasan!

El curso de Historia Universal y Economía Política nos lo daba el excelente maestro Víctor Armas, con unas inmensas patillas al mejor estilo de San Martín o Bolívar, cual prócer de la independencia. Todos los alumnos adorábamos sus clases.

Y hablando de patillas, cómo no mencionar a mi maestro y amigo Nicolás Astete, con sus grandes mostachos y frondosas patillas. El popular Nico se hacía querer. Sus clases eran inolvidables, siempre respetuoso, pero sobre todo amigo. Hasta hoy puedo considerar a mis maestros Víctor Armas, Juancho Márquez y Nico Astete como amigos de mi infancia.

Y así podría mencionar a tantos maestros inolvidables de mi adorado colegio.

El gran maestro Augusto del Prado, alias “Pipo”, excelente barítono que ganó en los cincuenta el concurso “El Gran Caruso”, superando en la final a nuestro querido y famoso Luis Alva, con quien siempre mantuvo una gran amistad. Fue maestro de Arte, con quien me inicié en el canto de zarzuela y opereta, montando desde primero de media zarzuelas completas —con diálogos y música completa—. Supo inculcarnos el amor al canto lírico y al arte en general.

Recuerdo que me invitaba a la hora de almuerzo a su clase, para compartir su comida —permitiéndome incluso fumarme algún cigarrito de vez en cuando— y aprovechábamos para conversar de arte y de todo lo demás, ¡hasta de la chica que me tenía loco en esos años! Fue testigo de primera fila de mi amor platónico, y en algunos casos actuó como casamentero. Fue maestro y, especialmente, amigo.

Y cómo no mencionar a Carlos Zúñiga y a Leoncio Valderrama, alias “Topo” para los alumnos, encargados de la disciplina del colegio en aquellos años de 1973 a 1977. Especialmente el Topo era maestro en “meterse” a mirar por las estrechas ventanas del baño a fin de detectar a los alumnos fumando. ¡“Ampay fulano”! —gritaba—, y lo mejor de todo es que repetía a continuación el nombre completo del alumno descubierto infraganti. Con los años, nunca perdió su asombrosa memoria.

Vayan estas sencillas líneas en homenaje a todos los maestros del Perú, y en especial a mis queridos e inolvidables maestros del Carmelitas: a los que he mencionado y a los que, por razones de espacio, no he podido nombrar, como la “gringa” Dorothy Málaga; Enrique Crousillat, el “Tío Quique” —director del colegio, al que hasta hace poco encontraba en la misa de Fátima los domingos por la mañana—; el maestro Oscar Sánchez, con sus soñolientas clases de Literatura; Jorge Lindo, que de “lindo” no tenía mucho que digamos; el español José Fernández, cuyas clases de Física siempre se salían de órbita, por decirlo así; sin olvidar a los sacerdotes carmelitas Martin (inhalador en una mano y cigarrillo prendido en la otra), Charles, Calvin y tantos otros maestros.

A todos, tantas gracias por sus sacrificios y su gran cariño.

Aún guardo como reliquias de incalculable valor las caricaturas que dibujaba de cada uno de mis maestros.

Agradezcamos al maestro peruano, por su sacrificada, callada e importantísima misión. Definitivamente el futuro del Perú depende de los maestros, de su gran labor. Que el Día del Maestro sea un día en el que apreciemos y seamos conscientes de la importancia del trabajo de estas maravillosas personas.

¡No olviden que un país… es lo que son sus maestros!