En la lucha contra el terrorismo que desangró al Perú durante dos décadas, miles de soldados, policías y ciudadanos organizados en comités de autodefensa pusieron el cuerpo, el alma y la vida. Lo hicieron cuando el Estado era casi una ficción, cuando Sendero Luminoso y el MRTA asesinaban a sangre fría, cuando tomar un fusil o patrullar una carretera era exponerse a una emboscada o a una bomba en la puerta de casa.
Hoy, más de 40 años después del inicio de esa guerra contra los terroristas, el Congreso ha aprobado una ley de amnistía para aquellos que fueron procesados —pero no condenados— por hechos ocurridos en ese contexto. La norma, propuesta por el congresista Jorge Montoya, fue aprobada por 60 votos a favor en segunda votación. Y, como era previsible, ha desatado una ola de críticas desde sectores de izquierda, que la presentan como una norma de impunidad. Pero una revisión honesta del contenido de la ley y del contexto histórico y judicial revela algo muy distinto: esta ley no borra crímenes, sino que busca corregir décadas de abuso judicial contra quienes defendieron al país.
Para empezar, la ley no aplica a sentenciados. Así lo aclaró categóricamente su autor, el almirante Jorge Montoya:
“La ley de amnistía no está hecha para beneficiar a ningún sentenciado por delitos con pruebas fehacientes. Se aplica únicamente a quienes fueron procesados sin pruebas sólidas, o sin sentencia durante décadas.”
Es decir: no saldrán libres violadores de derechos humanos, ni torturadores, ni responsables de desapariciones forzadas con condena firme. Lo que se busca es detener procesos judiciales abiertos desde hace 25 o incluso 30 años, que no han culminado en una sentencia —ni condenatoria ni absolutoria— y que, en la mayoría de casos, carecen de pruebas directas.
Esto no es una interpretación política: es una verdad legal. La Convención Americana sobre Derechos Humanos, en su artículo 8.1, establece que todo acusado tiene derecho a ser juzgado dentro de un plazo razonable. La jurisprudencia de la Corte Interamericana ha reiterado que un proceso penal que se prolonga por décadas sin resolución constituye, en sí mismo, una violación al debido proceso y al principio de seguridad jurídica.
Además, según datos públicos recopilados por el exministro Fernando Rospigliosi, más de 1 000 efectivos podrían beneficiarse de esta ley. Muchos de ellos llevan entre 30 y 40 años enfrentando procesos abiertos por decisiones operativas tomadas durante el conflicto, y en la mayoría de casos sin pruebas fehacientes.
El congresista Fernando Rospigliosi lo ha señalado con claridad:
“El país no puede seguir permitiendo que quienes nos defendieron estén perseguidos judicialmente.”
Y tiene razón. Basta revisar algunos casos emblemáticos para comprender la magnitud del problema. El de los oficiales que participaron en la operación Chavín de Huántar, premiada internacionalmente como modelo de lucha antiterrorista, pero que en el Perú fue objeto de intentos de judicialización sin base probatoria.
O incluso el caso del mayor EP (r) Álvaro Artaza, cuyo proceso por presuntas ejecuciones en Huanta ha sido reabierto en tres oportunidades desde 1999, sin sentencia firme ni pruebas concluyentes. Cada reapertura no solo afecta al acusado, sino a su familia, su estabilidad emocional y su derecho a rehacer su vida después del servicio.
Detrás de cada uno de estos casos hay un patrón: acusaciones recicladas, pruebas indirectas, testigos pagados, informes de ONG que hacen de fiscales ideológicos, y un aparato judicial que, en lugar de cerrar capítulos, los prolonga indefinidamente como forma de castigo político.
La izquierda, por supuesto, ha reaccionado con indignación. Hablan de impunidad, de violaciones de derechos humanos, de riesgo institucional. Pero su narrativa omite sistemáticamente dos verdades esenciales. La primera: el Perú fue salvado de la destrucción por esos mismos militares y policías que hoy enfrentan estos procesos. Y la segunda: el sistema judicial ha convertido a esos defensores en víctimas de una cacería legal sin fin.
La memoria —esa palabra tan manoseada por la izquierda— exige ser completa. No solo se mata con una bala: también se asesina la reputación, se aniquila la dignidad de alguien que sirvió a su país, cuando se le somete a 30 años de sospecha sin pruebas. No hay reconciliación verdadera si no hay equilibrio histórico. No se puede convertir al defensor en criminal y al criminal en víctima perpetua.
¿Y las víctimas del Estado? Sí, las hubo. Y deben ser reconocidas. Pero no se puede usar ese dolor para justificar abusos legales. Justicia no es venganza. Y en todo caso, si se reclama justicia para unos, también se debe garantizarla para quienes arriesgaron la vida por defender a los otros.
Esta ley no busca borrar errores. Busca evitar que sigamos arrastrando como nación una herida mal cicatrizada: la persecución eterna a quienes lucharon por el país. Y lo hace sin saltarse la ley, sin desconocer tratados internacionales, sin liberar criminales.
El país ya no puede permitirse seguir premiando al victimario y castigando al defensor. La paz que hoy tenemos —imperfecta, vulnerable, pero real— fue conseguida por los que hoy son acusados sin pruebas. No fueron los caviares los que enfrentaron al terror en las alturas de Ayacucho, en las calles de Tarata o en las trincheras del VRAEM. Fueron soldados, policías, ronderos, agentes de inteligencia. Y ellos merecen, como mínimo, un cierre legal justo.
La historia no será escrita por los activistas de ONG. Será escrita por los hechos. Y los hechos dicen que esta ley no es olvido: es justicia. Es un acto de dignidad para los que murieron defendiendo el Perú y para los que aún viven con el peso de una acusación injusta sobre los hombros.
Porque, al final, una nación que castiga a sus defensores está condenada a repetir sus peores errores. Y el Perú ya ha tenido demasiado de eso.
Justicia, sí. Pero esta vez, justicia para los que nos salvaron.